En dos anteriores artículos anotaba lo difícil que ha resultado para América Latina cobrar los impuestos directos, incluyendo nuestro país, en que aportan una porción bajísima del PIB; pero eso no significa que se hayan de abandonar los intentos. Al contrario, en el país hay diversas formas de recaudar más impuestos sobre los ingresos y la propiedad, aunque sin esperar milagros, sin creer que por esta vía vamos a elevar la carga tributaria como hacen los países desarrollados.
Y como tanto se viene hablando de racionalizar las exenciones, conviene revisar algunos ejemplos de irracionalidades que existen.
Uno de ellos es la exención del impuesto sobre la renta (ISR) a los ingresos percibidos por inversiones en instrumentos financieros comprados en el mercado de valores. Una antigua teoría de las finanzas públicas entiende que, por razones de justicia, el Estado debería gravar los ingresos en proporción inversa al esfuerzo que implicó generarlos. En base a tal criterio se ha justificado siempre que los impuestos sean más altos a los ingresos que más fácil haya sido percibirlos, como los premios, ganancias en juegos de azar, etc.
Ahora pongamos el caso siguiente: un padre de dos hijos quiere dotarlos de una buena formación. El primero le pide cubrir los costos de una buena universidad extranjera, y en base a mucho esfuerzo termina haciéndose médico, ingeniero o cualquier otra profesión. El segundo le pide el dinero en efectivo y lo invierte en bonos o certificados financieros. Al final ambos hijos terminan generando el mismo ingreso mensual: uno sudando con su esfuerzo, y el otro esperando en su casa por el rendimiento de su inversión.
¿Qué calidad tiene el Estado para cobrarle el ISR al que trabaja y eximírselo al rentista? Pues la realidad es que el sistema tributario está diseñado para que pague el que se gana el dinero trabajando mientras lo exime al que lo percibe por intereses en el mercado de valores, en una de las mayores injusticias concebibles.
Un segundo caso se refiere a la exención del ISR a los dividendos percibidos por accionistas en las empresas de zonas francas. Conviene advertir que en la tributación hay algunos principios que siempre deben ser respetados, pero no confundidos. Por ejemplo, un principio es que las exportaciones no se gravan, pues los países no exportan impuestos. En base a tal criterio fue concebido el régimen de zonas francas, exento de todo impuesto que pueda afectar sus actividades. Todo el mundo está consciente que así debería ser, y su desarrollo ha tenido un indudable impacto social.
Sin embargo, un error habitual es creer que también eso conlleva eximir de impuesto el ingreso que se origina en una exportación. Resulta que el ISR no grava la exportación, sino el ingreso; el Estado debe procurar que todo el que produce para exportar gane dinero, pero todo el que gana dinero debe aportar una parte al fisco, sin importar su procedencia.
Hace mucho que se entiende que esa exención no es racional, e incluso choca con las disposiciones de la OMC. Pero cada intento de eliminarla choca con la realidad de que entre los países del DRCAFTA ninguno quiere ser el primero, por temor a que las inversiones se vayan al otro, y no ha sido posible que entre los gobiernos vecinos se pongan de acuerdo para eliminarla simultáneamente.
Una tercera práctica que debería suprimirse es la de los estímulos fiscales al gasto privado en educación. En una época en que el Estado tenía casi abandonado el sistema educativo, como una forma de resarcir a los hogares que se esforzaran por sí mismos, se dispuso deducir los gastos educativos de la renta imponible, a fin de incentivar los gastos privados en educación.
Aun así, el impacto de este instrumento sobre la educación es virtualmente nulo, debido a que reduce el pago de impuestos a grupos sociales que de todas maneras iban a educar a sus hijos, pues su uso se limita a un segmento de hogares de alto ingreso que declara impuestos, y además completa los trámites para la deducción.
Vamos a ser francos: ningún pobre hace declaración de impuesto sobre la renta, y aún los asalariados que hacen uso de este beneficio fiscal, se trata generalmente de los funcionarios de un reducido número de empresas grandes. Pero a lo largo de la historia, las élites económicas nunca han necesitado ni la imposición ni el auxilio del Estado para educar a sus hijos, pues esta es condición de su propia reproducción. Y si este incentivo los que terminan aprovechándolo son élites que de todas maneras iban a educar a sus hijos, entonces la exoneración se convierte en un regalo a los ricos.