Dicen que cada país tiene el gobierno que se merece, lo que muchos aceptan como una realidad inmutable. Sin embargo pocos se preguntan si por el contrario no será que las sociedades están manejadas de forma tal que solo dan cabida a determinados tipos de liderazgos.
No se trata únicamente de autoridades políticas, sino que en todos los ámbitos en nuestro país existen características marcadas de caudillismo, escasa institucionalidad, irrespeto a la ley, la ética y a los conflictos de intereses, de las cuales se derivan actitudes serviles guiadas por el único objetivo de garantizarse los favores del jefe de turno.
A lo largo de nuestra historia hemos vivido aferrados a liderazgos coyunturales que erróneamente han sido visualizados como insustituibles, y en vez de forjar una nación fundamentada en valores comunes a ser implementados por autoridades de turno, hemos permitido que cada líder en su momento haya intentado construir el país que ha querido o, peor aún, el que más convenga a sus intereses particulares.
Por eso existe un círculo vicioso que hace que muchos solo busquen estar en gracia con el poder para así derivar beneficios, que algunos vivan resignados por aquello de que con el poder no se discute y unos cuantos sean vistos como herejes, por atreverse a expresar libremente sus ideas o exigir que el cumplimiento de la ley esté por encima de las personas y sus intereses.
Esto no ha permitido que nuestra sociedad haya evolucionado como aspiraríamos y mucho menos que se hayan renovado los liderazgos, no solo en cuanto a sus personas sino en cuanto al modo de estas conducirse, pues tristemente los líderes de hoy, en vez de ser mejores que los del pasado, han preferido seguir apegados a sus peores prácticas como recetas infalibles para conservar el poder.
Estas falencias van más allá del panorama político, por eso tenemos líderes sectoriales y gremiales que solo utilizan sus cargos para conseguir favores o endosar posiciones políticas que les harán obtener ganancias, muchos de los cuales se han negado a desprenderse de sus puestos, sin importarles que por eso hayan hecho languidecer sus instituciones.
Lamentablemente esto ha afectado también a la prensa, que paradójicamente viviendo hoy en democracia está más autocensurada por el poder político y económico que lo que lo estuvo en los difíciles años posteriores al derrocamiento de la dictadura, y aunque siguen existiendo figuras cimeras que por su independencia y valentía se han ganado un importante espacio en nuestra sociedad, sus relevos están cada vez menos atraídos por la “costosa” defensa de la libertad de expresión y más apegados a un “gratificante” periodismo complaciente.
Si de verdad queremos transformar este país, lo primero que tenemos que entender es que lo único imprescindible es la Nación y la búsqueda de sus mejores intereses, y que esto no depende de una persona en particular sino de que todos los ciudadanos seamos capaces de exigir que sea quien sea la autoridad, cumpla con su rol o pague las consecuencias.
Para esto debemos asimilar que las autoridades no son dioses, sino simples detentadores de un poder delegado por el pueblo y que por tanto lejos de ser adorados deben estar bajo nuestro permanente escrutinio, para que no nos sorprendamos cuando cual ídolos de barro se nos derritan en los pies.