“Abandonemos, pues, el desorden de ideas en que hemos vivido; despojemos de complicaciones artificiales nuestros problemas: “Volvamos a comenzar”, y para comenzar de nuevo propongámonos alcanzar siempre la claridad y la precisión”. P. H. U. – Orientaciones – Volvamos a comenzar[1]
Nos revelamos como humanos en cuanto seres abiertos, que nos despejados según nuestras posibilidades.
Sin embargo, estamos imposibilitados ontológicamente a llegar a ser, en algún momento determinado de nuestra existencia, seres realizados, a poder alcanzar el cumplimiento pleno, en acto, de una supuesta esencia nuestra.
Esta imposibilidad de poder alcanzar nuestro ser en la rotundidad de un momento de plenitud se debe a que estamos determinados en nuestro ser por el tiempo.
La particularidad y la materialidad de la vida humana consiste en “ser-en-el-tiempo”. El tiempo constituye el tejido de que está elaborado el entramado de nuestra existencia.
Es por ello que en cada momento nos vemos precisados a elegir, a tomar decisiones, o a hacer lo que es lo mismo, a no decidir, pues el simple hecho de no proyectarnos hacia alguna posibilidad de las que tenemos por delante se constituye también para nosotros en una oportunidad que tenemos para determinarnos como un ser humano único e irrepetible.
Al ser la materia de nuestras vidas el tiempo, nuestro tiempo, estamos -según señala plásticamente el pensador francés Jean Paul Sartre- condenados a ser libres.
Por esta condición debemos dedicarnos, en todo momento, a jugar con nuestras posibilidades concretas, que en el mejor de los casos vamos articulando en el interior de un proyecto de vida que lamentablemente está siempre condenado al fracaso, pues en el momento más impensado puede llegar la negra muerte para dar un corte tajante a esa apertura que nos constituye, con el que acaba todo, y digo acaba y no que concluye, porque concluir el proyecto o culminar y coronar la totalidad de la vida en un momento es imposible.
Es por esto que, en nuestro corazón, en nuestro centro emocional, siempre hay una agitación, una inquietud, un apetito insaciable de ser como nos percibimos que vamos siendo, según somos y según nos vamos creando, al tomar las decisiones que determinan nuestra existencia.
Es desde semejante apertura, es desde esta libertad, que se constituye lo posible. Pero al mismo tiempo ésta nos impone reconocer la penuria, la menesterosidad de nuestro ser y de nuestra condición humana.
De la vivencia de esta fundamental experiencia de la pobreza constitutiva de nuestro existir, nace la preocupación de buscar puntos de apoyo, crear resguardos y construir puertos seguros para protegernos, habitar de alguna manera guarecidos en nuestro transitar por el desierto del ser inmediato, a fin de intentar en lo posible llegar, de algún modo, a domeñar nuestro destino y empuñar la orientación que sentimos debemos dar a nuestra existencia.
Así es que nace en nosotros la necesidad de conocer, de aprender a edificar, de explorar territorios situados en el tiempo, en el espacio, en la imaginación. Desde ahí nace la necesidad de viajar, de buscar otras realidades diferentes a las que inmediatamente nos encontramos y dónde presumimos vivir.
Surge así para nosotros, la exigencia de forjar sueños, de vivir con la esperanza y el espanto de que todo puede ser diferente, que el mundo es transformable; nace así la necesidad de edificar y habitar en los desiertos a que somos lanzados por el destino.
Desde semejante descompensación entre lo pasado y lo presente podemos instalarnos en la posibilidad que nos abre nuestra capacidad de vivir desde la imaginación, al hilvanar sueños, planes y proyectos de lo que aún no es, pero puede llegar a ser. Es por ello que existimos abiertos a la dimensión de la utopía.
La libertad a que nos condena nuestra apertura hacia lo posible, hace que la vida humana se encuentre en casa al asumir la posibilidad de la aventura, y que ésta se manifieste como la capacidad de liberación y nos franquee caminos para esbozar nuestro proyecto de ser desde la gestación de una utopía, de un mundo mejor para la vida colectiva.
La búsqueda de aventuras es la actitud en que generalmente somos, y es desde allí que surge en nosotros la necesidad de narrar nuestro ser, de recoger lo que hemos sido y somos en un relato que estimamos y nombramos como nuestra historia.
Tenemos necesidad, para orientarnos en nuestro ser, de historiar la crónica de nuestro ser y quizás, desde semejantes relatos inventar nuevos modos de ser desde la posibilidad que se constituye desde la apertura que nos dona la libertad.
La necesidad de novelar o historiografiar nuestras vidas, de retratar nuestro cosmos, de orientarnos hacia una específica constelación de mundos donde pretendemos ser y movernos como en nuestro elemento, es lo que da origen –creo- a la literatura y a la historia.
La disposición humana de apertura hacia la aventura -“lat. adventūra: lo que va a venir, part. fut. act. de advenīre: venir, llegar,”- (Diccionario de la Real Academia Española[DRAE]) – es el origen lejano de la narrativa, la literatura, y es la que forja la actitud mitopoiética que da lugar a los mitos y a las hazañas de la épica.
La capacidad de aventurarnos en el mundo, de arriesgarlo todo en un lance de dados, es un comportamiento que es quizás el más arraigado y central del ser que somos en cuanto humanos.
Abandonar el puerto seguro y cómodo en donde hemos levantado un refugio, un simulacro de hogar y lanzarnos a la alta mar sin tierra a la vista es lo que concentra la capacidad humana por excelencia: es lo que abre el espacio, la decisión y la fuerza de que dispone cada uno de buscar con hondura en lo desconocido.
Es la necesidad de la aventura la razón que impulsa, allá, en el hoy lejano siglo XV, a ciertos hombres y pueblos a lanzarse hacia el proceso histórico que condensa en ese fenómeno de nuestra historia conocido como el momento del descubrimiento-encuentro de constelaciones culturales diferentes, y es de ella que surge América y los americanos, que hoy somos nosotros.
Esto también acontece cuando nos cuestionamos continuadamente sobre qué es lo que nos constituye, y desde dónde debemos asumir nuestro destino.
Es así que el verbo buscar ha sido uno de los términos más usuales en el espacio lingüístico de nuestro continente desde su nacimiento histórico.
La Real Academia Española le adjudica siete acepciones entre las que, la que me parece más abarcadora y productiva es la siguiente: “Ir por alguien o recogerlo para llevarlo o acompañarlo a alguna parte.”
Prefiero este significado por lo menos cuando va ligado a la personalidad, a la indagación y a la obra de Pedro Henríquez Ureña, porque deja traslucir la tarea a la que él efectivamente se dedicó: La idea de encontrar algo valioso, nuestra cultura iberoamericana, definirla, destacarla y atesorarla con el mayor cuidado.
El buscar, el indagar, forma parte del propio ser de América. El Almirante de la mar Océana, descubridor de estas tierras nuevas, revela, manifiesta nuevas maneras de ser como humanos, desnuda nuevas maneras de humanidad, mientras cree sólo haber encontrado nuevas rutas, nuevos caminos hacia Las indias.
Sucesivamente, los conquistadores que le siguieron en la tarea de búsqueda y definición de estas nuevas existencias, inicialmente incalificables e innombradas como nuevas realidades, llevados por el mundo multicolor y maravilloso que inebriaban todos sus sentidos, pensaron haberse topado con un universo paradisíaco, a la que designaron como El dorado.
Posteriormente, indígenas, esclavos y criollos buscarán liberarse, buscarán la manera de romper con la esclavitud y la sujeción de los pueblos conquistados, devenidos colonias; e indagarán la manera de tornarse independientes, de transformarse, según los ideales románticos que regían los modos de ser y pensar en los comienzos del siglo XIX, en estados-naciones nuevos, predispuestos en apariencia, para ser gobernados sólo por las élites criollas, que eran las clases dominantes.
Así el concepto de búsqueda en Pedro Henríquez Ureña nace de una tradición originariamente americana, que significa al mismo momento, la necesidad de situarse adecuadamente, es decir, poéticamente, en su tierra, en su mundo, en las plenas circunstancias de su cultura.
Buscar significa para don Pedro escudriñar para producir el encuentro necesario entre la tierra, la historia que se despliega como tradición y esa variopinta humanidad que es el ser americano, para ensayar, en tales intentos, dar consigo mismo, tomar consciencia de esa que es nuestra concreta realidad americana: que nace de un modo de ser histórico que se origina desde un preciso, determinado haber sido, pero que, sin embargo, no ha sido edificado desde una diáfana toma de consciencia, donde todo debería aparecer tal como es, en la alethéia, al proyectarse en un halo límpido de luz, en fulgor pleno, carente de sombra y oscuridad alguna, desnuda, y a la par, significa abrir un espacio específico en el tiempo presente para desde esa raíz edificar, construir de manera nueva, apropiada, auténtica, nuestro específico ser.
Para Volver a comenzar[2] -para decirlo con sus propias palabras- con formas y maneras de ser y pensar sustentadas en las nuevas realidades que comienzan a clarear en el amanecer de nuestros pueblos, desde ese preguntar necesario y radical, se revelan y manifiestan nuevos modos de descubrir, nuevas ideas y formas de pensar y entender cómo y cuáles son los modos propios de nuestro ser de manera vibrante y espiritual. Tantea cuáles son nuestras maneras de festejar la vida en una cultura viva que viene a encarnar en nuestra consistencia corporal y en las costumbres que se originan en este trato intimo con lo circunstancial.
Buscar para el maestro Henríquez Ureña significa abrirse para la constitución de un tiempo y un espacio único, para desde tales parámetros poder experimentarnos y pensarnos en nuestra verdad constitutiva; para sustentarnos y erguirnos desde lo que nos determina, sustrayéndonos así a todo tipo de vida y mentalidad histórica parcial, sea ésta la indígena, la criolla, la romántica o la moderna, en la que pretendidamente solo éramos reflejos de lo acontecido en las madres patrias nativas, fueron éstos los mitos fundacionales de los pueblos originarios: España, Portugal, Francia, Inglaterra.
Un hombre sabio de nuestro tiempo, del propio tiempo de que nos conformamos y alcanzamos la madurez intelectual, en los años del siglo XX, dijo unas palabras que bien caben en esta ocasión.
Claude Levi-Strauss, antropólogo más, antes que nada filósofo, dice algo en lo que creo entrañablemente:
El sabio no es el hombre que proporciona las respuestas verdaderas, es aquel que formula las preguntas verdaderas.
Son palabras que iluminan con gran propiedad, para describir a este gran maestro de la cultura iberoamericana que fue Pedro Henríquez Ureña.
Borges, refiriéndose a nuestro educador sostiene que este es un auténtico maestro, pues solo lo es:
quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo.
Las preguntas, la búsqueda iniciada hace hoy muchos años por nuestro Pedro Henríquez Ureña sigue en pie tan valiosa y enriquecedora como el primer día cuando la formuló, pues él es de los de la raza de aquellos que formulan preguntas que, a pesar del tiempo, permanecen verdaderas, fundamentales, únicas, que ha de buscar responder cada generación nueva para que pueda emprender la tarea de comprendernos como pueblos con un alma única, con una cultura admirable, preciada, inteligente, luminosa y auténtica.
[1] Pedro Henríquez Ureña, OO. CC., Vol. 7, 1921-1928, I. Miguel D. Mena, Compilador, p. 304. Ministerio de Cultura, Editora Nacional, Santo Domingo, D. N., República Dominicana, 2013.
[2] Ibídem.