La cuesta de enero ha sido siempre empinada en todos los tiempos. Los desmanes de fin de año encuentran en el mes de Janus, símbolo bicéfalo romano del pasado y el futuro, una suprema prueba de fuego para sobrevivir los suplicios del camino difícil atemperado con la esperanza de comenzar de nuevo.

En tiempos de los abuelos se decía que enero era sinónimo de gripe por la inestabilidad del clima, frío, humedad y lluvias, o quizás un verano indio como afirman algunos en Norteamérica. Lo cierto ha sido que el primer mes del año no deja de ser una cajita de sorpresas, cuando no una caja china como aseguran en un barrio marroquí de la Florida, donde convergen babalaos con robustas botánicas y ciegos creyentes en los conjuros del futuro.

Para enfrentar la malaria que afectaba a casi todos los niños, en el campo y en la ciudad, existía siempre un remedio único y eficaz casi para todos los males. Después de los aceite de ricino y de castor, que marcaron el rechazo de varias generaciones por su sabor repugnante, le precedía el zumo de zen con leche de coco, para concluir con broche de oro con la legendaria Emulsión de Scott.

Este remedio contra la gripe, el catarro, la inapetencia, bronquitis, tisis, afecciones del pecho o debilidad, con más de un siglo de existencia, ha sido consistente en su mensaje y su contenido a pesar de su fama inmerecida. A ello se suma el deseo inmenso de varias generaciones para olvidarlo cuando sus padres apelaban al mismo para resolver dificultades de salud que se atribuían al sistema digestivo o reforzarla con las vitaminas A y D atribuidas al hígado de bacalao, para niños, jóvenes, adolescentes y embarazadas.

Cuenta la leyenda que la etiqueta de la emulsión o suplemento del famoso hombre del bacalao a cuestas, que por cierto este año cumple 143 abriles de existencia, comenzó con un pescador anónimo –digamos llamado John Bowie–, en un olvidado pueblo del Atlántico Norte, próximo a las costas gélidas de Escocia, quien jamás hizo algo importante en su vida más allá de la pobreza vitalicia que le era fiel.

Aseguran que un día y en medio del aire polar que suele azotar dichas zonas geográficas del planeta en tiempos de enero, Míster Bowie se paseaba casi en mangas de camisa, un sombrero de filtro, botines y pantalones de rústica pana, llevando sobre sus espaldas el bacalao más grande que jamás se había capturado en los mares, un honor que nadie podía arrebatarle.

Ese día, el hombre del bacalao a cuesta proclamó a sus semejantes y al mundo su espacio vitalicio en la historia y de paso pulverizó la fama tejida por la envidia del pueblo que le imputaba de ser un flojo, mantenido y haragán de profesión, pues había dejado a la humanidad un legado imperecedero para preservar la salud, lo mismo en la antigua farmacia Zaglul, de la avenida Mella, en el Santo Domingo del siglo pasado, que en la bodega Cibao de la 187 en Washington Heights, de la ciudad de Nueva York, el Santo Domingo Supermarket, de la Coneja, en Miami, o el Puesto de Rubén, en la Placita del Mercado, de Santurce, Puerto Rico.

En la segunda década del siglo XXI, el Hombre con el Bacalao a Cuestas sigue tan vigente como Juancito el Caminador –otro embajador vitalicio e impenitente de los espíritus destilados— oliendo a lo que le toca oler: a bacalao y a eternidad, aunque hoy le pongan sabor a naranja o fresa, con su espíritu tranquilo en un viaje eterno de sólida vigencia en tiempos efímeros, sin que nadie le ayude a cargar su bacalao.

Y como predica mi filósofo amigo y compadre, Genaro, la cuesta de enero no es fácil: con hipotecas, tarjetas de crédito, préstamos personales más las deudas del desenfreno de las fiestas de fin de año, a cualquiera le agarra una gripe o un resfriado: “Para quitarse “la cariñosa” la emulsión es la sabrosa. Prepárense, carajo, que ahora si van a saber quién soy yo; no joda, hombre.”