Discretamente se han ido desprendiendo las hojas del calendario, hojas del tiempo, las “Hojas del camino”, el poemario inédito de Dinápoles Soto Bello. El agraciado es un profesor de la universidad Madre y Maestra, un matemático, un poeta para el cual la poesía es un principio de incertidumbre:

“Si me ves pensativo, mi pequeña Tasmania, / no interrogues: ¿Qué piensas? Hay momentos supremos / de ocultas relaciones, en los que ignoraremos / el vuelo misterioso que emprende el pensamiento. / Y nos parece entonces que las flores dialogan / en mudo lenguaje, que el árbol en silencio / es un querido hermano; que la fontana es una / indistinta cadencia, hiladora de sueños, / que mi jardín amigo tiene extraños efluvios, emanaciones blandas de vida y de misterio; / que tiene el viento músicas, calladas, confidencias: / soplos de eternidad, leves, remotos besos… / En fin, que percibimos, lejanamente audible, / el palpitar oscuro del corazón hermético / de la Naturaleza… / Mi pequeña Tasmania, / a veces al mirarme en tus ojos inciertos, / transfigúrase el cielo de la humana existencia, / y formas más perfectas, dormidas en el tiempo, / se revelan silentes… Yo he aprendido en ti misma / porqués inexplicables, simbólicos secretos / que la razón profana desconoce engañada. / Tú me diste esta sed insaciable de ensueños, / esta astral inquietud, esta noche estrellada de visiones arcanas… / Ven, acércate. El cierzo / vagabundo entristece, cuando arrastra la hoja… / Es la hora del crepúsculo; un sopor, vago, inmenso, / se apodera de todo. Tú te quedas callada, / y en la penumbra triste, yo te miro en silencio…”. (“Si me ves pensativo…”, 1961).

Entre Amado Nervo y José Ángel Buesa, entre Neruda y quizás Machado, el hombre y su alma se hacen viejos, maduran, “las semillas se convierten en girasoles”, los versos “caen al alma como el pasto al  rocío”. Y así, “golpe a golpe, verso a verso”, van cayendo las “Hojas del camino” y aparece de pronto un “Trébol lírico” y el mismo principio de incertidumbre:

“La tarde está tranquila; / las frondas mueve el viento, / y envuelta en un lamento / quejas tañe la esquila… / La tarde está serena; / errante vaga el cierzo, / en tanto que mi pena / deshecha va en un verso… / Canciones de misterio, / tristes pulsan las hojas; / hay, en el cementerio, / peregrinas congojas… / Flota un vapor de alma / que escapa de las huesas; / ¡Oh muerte! ¡Cuanta calma! / Qué lúgubres tristezas!… / Arias crepusculares… / avanzo, pensativo; / algunos luminares, / en mi interior revivo.

Doliente de pesares / marcho rumbo a lo ignoto; / envuelto en azahares, llevo un poema roto…” (1959).

La poesía de “Hojas del camino” es muchas veces una plegaria en la que el eros y el sentimiento religioso van casi siempre de la mano o se confunden. En “El beso sagrado” el poeta eleva una oración y se entrega, como en otros poemas, a la nostalgia “de sentidos amores y de esperanzas yertas…”:

“Una vez, frente al rostro doliente de Jesús, / en una unción de labios, y temerosamente, / besamos en secreto nuestras bocas en cruz… / (….) / Fue sagrado aquel beso para nuestras conciencias. / Yo recuerdo tus ojos, de penumbras inciertas; Yo recuerdo tus manos, de imprecisos temblores; / Yo recuerdo esas horas que han quedado ya muertas / entre el vaho lejano de sentidos amores, / de sentidos amores y de esperanzas yertas…”. (1959).

En algunas ocasiones la poesía de “Hojas del camino”, traduce un ideal, un conjuro de paz, recogimiento espiritual, alejamiento y acercamiento de todo lo que es humano, demasiado humano. El fraterno Dinápoles, como lo llama el filósofo Avelinus, se hermana en el poema “Quietud” con la lluvia, la quietud de la lluvia y, quizás en la tarde, ve llover y medita:

“¡Qué apacible dulzura! ¡Qué monótona paz / ¡Qué diálogo escondido que no escucho! / ¡Qué cercano alejamiento de las masas humanas!… / ¡Qué familiaridad de cosas indistintas!  / ¡Qué retorno feliz hacia mí mismo! / Todo esto sucede mientras llueve… / Calma. Húmedo ambiente, y gotas perezosas / que caen tristemente de las frondas… / Miro en silencio la quietud del patio, / y mientras la tarde me parece ausencia, / pienso…” (1959).

En su poesía más intima recorre el fraterno Dinápoles los caminos de la memoria infiel, evoca en  “Compañera” el fecundo recuerdo de aquella de la que apenas sabe el nombre, la lluvia y el silencio, sus “lámparas humildes”, “sus letras milagrosa”, “las álgebras del tiempo”:

“Apenas sé tu nombre después de tantos años. / Sobre mí llovía tu silencio con tibieza fecunda / ablandando la tierra de mi aridez rebelde. / A mi lado encendiste tus lámparas humildes / en los fríos recintos de mi orgullo de siempre. / Apenas sé tu nombre, compañera. / Aprendo agradecido sus letras milagrosas / cogiendo mariposas en tu mirada ingenua. / Tus manos se hacen agua de alivio y de reposo / en calcinados días quebrados de fatiga. / Después de tantos años, detengo mis afanes / para salir contigo a visitar las cosas. / Los árboles, las nubes, las casas, los amigos / se hacen más reales y permeables / por tu menuda vecindad magnética. / Ahora yo comprendo porqué la luna peina / con su luz de jacinto tus cabellos castaños. / Ahora yo comprendo las álgebras del tiempo / con sus números de ensueños y planetas. / Son infinitos los detalles que descubro / en los claros caminos que sin ruido fabricas. /Tu nombre yo lo aprendo deletreando ternuras / en simples alfabetos de afanes y cuidados. / Apenas sé tu nombre, compañera (1979).

“La pequeña Karen”, un poema esencial que no pasa desapercibido, reproduce el eco, las pisadas, las huellas de la aventura espiritual que empieza con “mi pequeña Tasmania”. Ahora canta a la hija menor, aquella en que crecieron sus “árboles secretos”, sus “campanarios mudos”, los truenos de la sangre. Con ella canta a toda su progenie y se derrama un poco, al estilo de Neruda, en “besos leche y pan”. Además invoca un milagro cuando pide “que con sonidos de tu voz de avecilla / me limpies de pecado los sótanos del alma”:

“Hija, eres la más pequeña / y en ti crecieron altos mis árboles secretos. / Hija, eres la más alegre / y en ti cobraron vuelo mis campanarios mudos. / Hija, eres la más rabiosa / y en ti rodaron vivos mis truenos en tu sangre. / Quiero que en esta noche de astros extinguidos / dibujes en mi frente / con tus dedos pequeños / constelaciones puras. / Quiero que tus bracitos construyan en mi cuello / apretadas circunferencias de ternura.

Quiero que con sonidos de tu voz de avecilla / me limpies de pecado los sótanos del alma. / Tu papá recoge fuerzas de tu estatura mínima / y tus besos son yodo sobre sus heridas… / Si supieras, hija, cómo naufragan los horarios / en tu mirada sin fecha. / Invento números vírgenes / en tu sueño de niña. / Tu papá madura frutas en tu verano joven. / Hija: Eres la más pequeña, la más alegre, la más rabiosa. / Yo puedo medir la altura de ese triángulo tuyo. / Contigo volaron mis palomas cautivas. / Contigo mis veleros conocieron el viento.  / Y contigo, hija mía de mi sangre, / el amor extendió / en esta adultez crecida / y combatida / su dulce coordenada de profundidad (1979).