A Verónica Sención, intensa quijotesca dama de los sueños propios, que son los sueños de todos, de los otros y de la multitud redentora (anónima del mundo) que ama la creación como estandarte de la libertad, de la conciencia, de la palabra… ya que, al parecer, solo queda como última utopía en esta tierra errante que no “merece el nombre de país, sino de tumba” la amistad con los buenos y los eternos profetas que atesoran la ética como un privilegio imperecedero de la dignidad.
… Otoño, otoño o la ingenuidad de “oír”, de escuchar las melodías suaves que trae la naturaleza desnuda. Rara vez en el otoño tenemos un recuerdo pesimista; el tiempo pasa con nostalgia, otros dicen que transcurre, y se afirma esta aprehensión al caer las hojas de los árboles en círculos concéntricos o haladas sin ornamentos por el viento y el agua, o la sequedad que procura el embrujo brillante de las mil facetas de sus formas, ya que todo con la aparición tenue del crepúsculo en las tardes es un equilibrio contemplativo; nótese una manera distinta de la cotidianidad, atenuada por el auge de la edad adulta de la estación, porque la vida se compone de dos o tres sílabas: septiembre es otoño, y el otoño llega con una belleza atrevida en septiembre.
Si el otoño trae consigo sonrisas y miradas de nostalgias, palabras reunidas en la fugaz hojarasca o intimidad imaginativa, es porque a veces deseamos saber que no hemos vivido en vano en un mundo de asedios, de incógnitas y asombros. Es ahora, cuando adormeciendo la rebeldía de los años, traigo al recuerdo ese exceso de libertad, de libertad real de pensamiento, que disfrutamos en las tertulias literarias, en las cuales leímos nuestras primeras cuartillas de poesía y cuyas fórmulas constructivas se derivaban de elementos simbólicos en contrapuntos.
Una de las tertulias que frecuentamos, a finales de la década de los 80s, fue la tertulia creada por Verónica Sención en la antigua calle Las Damas, una calle que tiene muchas memorias: unas escritas y otras aún por escribir, siendo las aún por escribir las que tendrán las formas más diversas para contar de cara al raudal del río Ozama, y a la diestra del reloj del sol, cuántos poetas cantaron al otoño.
Era la tertulia de Verónica Sención, llamada Tertulia del Hostal Frey Nicolás de Ovando, una tertulia de gran influencia en la vida cultural de la ciudad de Santo Domingo; era rica en la diversidad de sus actividades, rica en el placer de sentir a los demás como amigos auténticos, ya que hacia allí se atraían los temperamentos de los artistas (nacionales y extranjeros) que buscaban amplitud y espacio para exponer, para dar a conocer la expresión de sus creaciones y un reconocimiento a su obra.
A todos nos seducía esta vetusta residencia colonial que mira hacia la plaza María Toledo. Sus piedras centenarias, a pesar del paso de los siglos, comprendían ese sobresalto de optimismo resplandeciente que vivimos los contertulios, porque todos estábamos atentos a la necesidad de impulsar una transformación social, a abandonar las incertidumbres utópicas, a no sentirse una minoría de excepción, sino fundamentalmente perseguir atesorar a través de la confluencia del pensamiento y de la acción, un lugar donde los dogmas no se proclamaran de espaldas a la pluralidad de las ideas, y su eficacia fuera el centro del encuentro y re-encuentro de los buenos para formar el carácter de una generación.
Cada martes, de la tertulia, era un estímulo para agitar a los ángeles de la conciencia y una encuesta del latir intelectual; allí se estrechaban amistades, se protegían y difundían las artes y se reconocía la importancia del mecenazgo de su anfitriona.
Haber sido parte de esa tertulia me provoca nostalgia, porque allí se definían las tendencias del compromiso ideológico ante un mundo que necesitaba cada día re-inventarse; pero allí teníamos hombros para apoyarnos, para resurgir de la desesperanza con el aliento de la gratitud y procurar saldar las deudas pendientes de la convivencia humana.
Juan Bosch y Pedro Mir nos permitieron dejarnos atraer por ellos, expresándoles su influencia sobre una madura adultez que presumíamos. Los vimos envejecer, los vimos tolerantes y felices con los jóvenes; su influencia en la generación de los 80s no fue efímera ni difusa, fue un halo de belleza en nuestros pensamientos proyectado de una manera optimista y mística. Nada de huraño hubo en aquella relación que nos permitieron forjar de maestro-alumna; ellos eran nuestras columnas firmes, el referente moral que se requiere cuando una es joven y necesita de un comportamiento ético convincente.
Ellos eran hombres de excepción, hombres historia, hombres destinos, sin ningún tipo de afán de lucro, conocedores y observadores del espíritu humano, sin fórmulas mezquinas de convivencia, con un inextinguible caudal de inteligencia creadora; altruistas intelectuales, que legislaron con su palabra profética para la libertad, para que los valores se definieran y construyeran desde la naturaleza del espíritu puro.
Pedro Mir y Bosch me enseñaron la filosofía del amor a lo ético; a no claudicar ante el adulterio de la memoria colectiva de los otros, ni ante la vana voluntad de los oportunistas, y a hacer del mundo un personaje alrededor del cual gravitar desde mi dolorosa soledad.
Nombrar sus nombres es nombrar a dos corazones unidos en una misión de robusta valentía, que es: no permitirse agonizar ni dejarse aprisionar por las letales intrigas, por los asesinos inquisidores de la existencia, vivir la tragedia de la vida solo como drama, no como espectáculo; distanciarme de las fábulas vertidas por aquellos que solo tienen el “alma” de la conveniencia con máscaras adornadas de veleidades.
Era la tertulia de Verónica Sención un escenario de labradores del espíritu, una morada para la conciencia, un portal para novelar las acciones mayores y las acciones menores de todos los transeúntes de la ciudad colonial, incógnitos o públicos, con vestigios de esperanzas o reparos para el amor. Cada martes era una noche de euforia para llamar a la reflexión, y tomar notas de aquellas vitales enseñanzas que celebrábamos al lado de la virtud de la dignidad humana.
La tertulia de Verónica Sención atestigua la última época de vanguardia que vivimos los desterrados por la desilusión del cambio, porque todos allí concurrían buscando de los valores de la libertad, del acontecimiento de la palabra. Esa tertulia representa un momento importante de mi vida, cuando buscaba encarnar el desenfado, y, un poco, una aptitud anárquica.
Verónica Sención es la promotora cultural más nacional que he conocido, dos décadas de entrega apoyando de manera magnífica la expresión de las artes en todos sus aspectos la consagran, indudablemente, como una noble y generosa amiga de escritores, poetas, pintores, músicos, académicos, investigadores, historiadores, artesanos, bailarines, percusionistas, folkloristas, artistas gráficos, que hicieron de la cinco veces centenaria casa del comendador Frey Nicolás de Ovando una posada para hablar y contar la historia de las dos últimas décadas de siglo XX y la acción contemporánea de mujeres y hombres que con sus vuelos imaginarios provocaban admiración y sorpresa.
Como memoria de esa maravillosa tertulia, Verónica Sención editó un libro de lujo titulado Tertulia del Hostal, cuya segunda edición se presentó en la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico en el año 2009, el cual constituye la más completa antología crítica e icnográfica sobre una tertulia en la República Dominicana, siendo el mismo el reflejo, además, de la corriente cultural de una época, el reflejo de la rebelión manifiesta de una sensibilidad y una espiritualidad sin excepción que encarnaban sus anfitriones: Juan Bosch, Pedro Mir y Silvano Lora, a los cuales se sumaba ese hombre excepcional, único e irrepetible, llamado el Maestro Víctor Villegas.
Ver las páginas de este libro es viajar a lo que decía antes: a un mundo en el cual se buscaba los valores de la libertad y aprender el oficio literario.
La pasión poética no contenida entonces, las enseñanzas vividas al lado de dos ancianos eruditos, que eran aficionados de la noche y del anti aburrimiento, me llevan a recordar cómo atentos escuchábamos sus comentarios, y ahora entiendo que los mismos me hacen ir por un río imperecedero de elogio a la leyenda-mítica que son hoy sus vidas ejemplares.
Escribir estas palabras es mi manifiesto afectivo, una reiteración del valor de la gratitud, o bien, es mi suerte de religión, para recordar que hacer tertulias con los amigos, con ese círculo íntimo de antaño de idealistas que tiene aún utopías, es una manera de resistencia ante el sistema y de armonizar con los otros, no de una forma simple o anecdótica, sino puntual.
De ahí, que a través de esa publicación que cito de Verónica Sención, como testimonio de la enriquecedora época que vivimos los habitúes de su tertulia en los 80s y los inicios de los 90s sin las angustias de este presente devastador y desconsolador, podemos comprender la fortaleza y sinceridad de la amistad que aún existe entre quienes estuvimos como aprendices de Bosch, Mir, Lora y Villegas.
El “Prefacio” del libro Tertulia del Hostal, la antología de textos poéticos que contiene, las reseñas críticas, los fragmentos de ensayos, el epistolario y las fotografías del mismo, nos permite ser, otra vez, espectadores de un documento esencial para conocer los caminos y la huellas dejadas por un grupo de amigos y amigas que tuvieron como comunión refugiarse en la humanidad, gracias a la bondad de Verónica Sención, una amiga formidable que ama a la cultura haciéndola sabia y fértil.