“Es una distinción muy atinada, como la de saber diferenciar estas dos cosas bien distintas: el amigo de la persona y el amigo del cargo. Meras palabras vacías aun sin hechos, es malo”. – Baltasar Gracián-.
La diferencia acentuada entre Hipólito Mejía, líder genuino en las lides perremeístas, y su más cercano competidor, radica justamente en que sus palabras, como dice Gracián en El Arte de la Prudencia, no son vacías. Y se enmarcan en un conjunto de acciones, que dan ventajas abismales en estas primarias al guapo de Gurabo frente a quien solo se le puede reconocer su fascinación enfermiza por el carguito.
Ese ingrediente, sumado a su gran carisma, innegablemente hace de él, el paladín político de más arraigo en la ciencia del poder, vista en este pedacito de tierra, como un elemento social de carácter vinculante al desarrollo de la gente. Por lo que, el yo como conducta personal para algunos, es sustancialmente inseparable de la conducta de los políticos dentro y fuera del escenario.
Hipólito tiene esa condición. Y transmite con su mirada, la gracia que otros, aún derrochando una cuantía importante de recursos económicos para crear una imagen falsa, jamás tendrán. Su virtud, esa condición natural que adorna a los hombres de su oficio, es inigualable y hasta cierto punto inexplicable. La pasión que se desprende al notar su presencia, deberá ser por mucho tiempo objeto de estudios para los entendidos en la materia.
Su lealtad a la gente que le rodea, le ha permitido sustentar una marca permanente en el sentir de los suyos. Mientras, los que le han adversado, igual que le ocurrirá a su oponente de turno, han sido eclipsados por las luces de un liderazgo duradero, y que transitan una fase menguante que los hace parecer como si fueran invisibles proceso, tras proceso.
Él es, para consuelo de la mayoría, el vehículo que transporta el legado histórico de José Francisco Peña Gómez, la fuerza motriz del conjunto de militantes y simpatizantes de un partido cimentado en las esperanzas de un pueblo harto de los “comesolos”. El partido que fundó para albergar ilusiones perdidas, confirmando su entrega total y su vocación de servicio en favor de la clase desposeída. Institución que hoy por hoy, es el producto colectivo de su atinada decisión en tiempos convulsos.
Y es que, el PRM, contrario a otras fuerzas políticas del litoral criollo, surge de la fragmentación más importante que haya sufrido el antiguo PRD, y en sus filas, se refugian los que se aferraron al ideario peñagomista. Un grupo de hombres y mujeres que vieron en Hipólito Mejía, discípulo aventajado del líder en cuestión, el canal idóneo para sustentar bajo el manto de otra organización, los anhelos de una militancia decepcionada por el accionar del empresario que se creyó amo de un partido que utiliza para sus negocios.
A la luz de su última batalla, fuerzas opuestas a Peña y enemigas de las bases, se aprestan a dirigir un proceso para el que no se han preparado. Pretendiendo conquistar una militancia que ha depositado su fe en un hombre poco común, pero adornado de características únicas. Sincero, auténtico, humilde, de firmes convicciones y comprometido con las mejores causas.
Por esas condiciones y para no correr el riesgo de poner el futuro del partido y el país en manos inexpertas, cerca del setenta por ciento de sus correligionarios, decidieron en esta etapa crucial de nuestra democracia de papel, hacer causa común con el hombre que más se parece a su gente y demostrar en el torneo que se avecina, que no obstante la funesta propaganda creadora de percepción, Hipólito Mejía, es por muchas razones en el PRM, la expresión genuina del voto efectivo.