En Hilma Contreras el paso del día a la noche, hacia sí misma, es constante. Imposible no ser parte de su espacio con intensidad.

Existe en ella una abstracción, un pensar en el presente como vector y exterioridad que nos convoca a la reconstrucción de su yo de regreso a sus actos de adulta. En el futuro inmediato, ella continúa desarrollándose. Hoy es leída por los signos y las fotografías en blanco y negro o a color impresa sobre papel en las portadas e interiores de los diarios nacionales, desde donde podemos verla hacia fuera, desde su mundo  hablado y vivido.

A principio  de siglo, con su cuerpo vestido de viaje, inicia desde el silencio el relato de un mundo fantástico. Desde su ventana los colores, los sonidos son alegres-tristes, ya que los objetos en torno a ella se abren y se persiguen incrustados como en un bosque.

Hilma Contreras a través de su vigorosa narrativa, desde 1933, en Tardes de cristal, nos muestra la trampa por la cual va la vida, lo que somos, la libertad como vuelos de conciencia o metamorfosis del azar, porque su edad inocente fue con verjas grises y flores rojas. Reía deshabitada, pintaba arcoíris, mecía su cuerpo en la brisa, coleccionaba papeles y sonrisas, ruedas de algas y amapolas, como un efecto fortuito de fidelidad al mundo, transponiendo los gestos que el amor levanta como una copa en la levedad del sueño.

Como un río de labios tibios, en su segunda inocencia anduvo sola, segura y constante. Era ella, siempre sola, recorriendo el espacio de su sombra. Anduvo como ahora: vestida de hordas, en el espacio que sollozan las olas, mirando en la última esquina del planeta las calles, las estaciones hacia el frío que llena los rincones de su casa.

En su edad adulta llevó encima un canto de viejas estrellas, pájaros, castillos y colmenas; nostalgias del tiempo, nostalgia del recuerdo, nostalgias de ayer.

Hilma comprendería,  desde la publicación en 1950 de su cuento La Ventana, que vivir es una forma de ausencia total, una metáfora en la realidad-del-sueño, o tal vez, quizás, instantes, multitud de encuentros en el porvenir que nace en el tiempo, en la memoria al colorearse el alba.

En septiembre de 1963 quiso hundir las naves, huir en la tormenta, mirar del espacio un rostro suave de absoluta belleza, ya que al extremo de la ciudad  el mar cubría el paisaje de tristeza.

Entonces empieza su silencio, cuando el mundo en la pared de su sombra reconcilia, tímidamente, las luces en la inmensa espiral de vidrio. Vinieron sus horas sin palabras y la esfera del día sin aves que encendieran los peces del cielo. Vinieron los silencios de espasmos, toda la fábula de su ser en la otredad, la inmensa dimensión del absurdo como  preguntas íntimas, sin nombre, hacia la palabra, en un océano que desborda en un vaso a un arco de fatigas.

En la ciudad luz, en la ciudad  amada, en 1962 Hilma Contreras regresa a su inocencia, al viento como una sortija de estrellas, al olor de la hora en el horizonte del aire, y a una alfombra de manuscritos que sus ojos fijos y abiertos llenaban de círculos. Fue su retorno a la conciencia, a las caras del huerto, a un rincón de pasos guardados.

En sus largas horas, tendidas hacia la derecha, Hilma  se aleja  del mundo. Sólo se acerca a él con un imposible para-sí. Acude de nuevo a la nostalgia  en La Tierra está bramando para guardar su secreto de antemano negado, dándole orden a la duda, a la ansiada espera, al aturdimiento íntimo que el amor vistió de escasos testigos.

Hilma desde entonces poseía, y, a su vez, deseaba la libertad, ya que vivía unida solo a la escritura, volviéndose hacia la noche y a los duendes que halan sus cabellos. Desde entonces jugará de súbito al silencio, a llenar la casa con una carpeta de sueños.

Ahora, vuelvo a ella, y está llamando a la puerta donde escucha una música que naufraga repentinamente: la música de Ravel, la  música que vuelve a tenderla en el paisaje de su nombre.

Hoy vive la realidad mientras crece en la prensa el número de páginas escritas sobre ella, los reportajes con sus fotos, para nacer y re-nacer desde el silencio.

La  Hilma que conozco  es como una canción de óleo en la tarde, donde recorre su memoria, y me detengo para encontrar sus pensamientos. Ésta es la verdadera, la que quiso continuar viviendo ajena a todo y a todos, libre, sin fragmentos, sin cómplices, para escribir desde la apariencia de la nada, la presencia de una como reflejo en el otro, y en los otros, y el desafío de ocultar la complementación buscada.

Y entonces sé, o creo saber, que en su San Francisco natal, desde la pasada  mañana del  sábado veintiséis de enero del 2002, a las 11:10 (en que le anunciaron por teléfono ser la ganadora  del Premio Nacional de Literatura), ella reemplazó la evocación de vivir en soledad, para darle corporeidad a su ausencia, y regresar desde sí misma a un sendero abandonado, marcando con sus noventa y uno años, un antes en el después.

Desde ahora, en el invierno de su vida, no en el ocaso,  cuando el reconocimiento público le llega, aparentemente tarde, ella ya no custodia más su huida, ni sus múltiples viajes con cuerdas y esferas en el agua… y vuelve al mundo con su rostro suave de inmensa ternura, para nombrar dulcemente a la vida con el aire adherido a la mañana, al día a día, que revela sus referentes biográficos en medio de preguntas y respuestas, para avanzar hacia su ventana que se abre a la eternidad.

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