A Hilma Contreras la perseguí con un gran idealismo. Sabía que estaba anclada en algún lugar, pero: ¿cómo era? ¿Era cierto que vivía sola, que estaba “desaparecida”? Yo soñé con encontrarla, con descubrirla verídicamente, no importaba si tenía que “molestarla” o “usurpar” su espacio. Mi ventaja era que soy y siempre he sido terriblemente insoportable, pero me gané su “indulgente cariño”, como ella me había escrito en la dedicatoria de su libro “Entre dos silencios”.
Encontré a Hilma Contreras exactamente sola. Su madre acababa de fallecer. Hilma se proyectaba hacia mí demasiado parca. No éramos opuestas, pero si le asustaba mi insistencia. Empecé a zambullirme en sus oídos, a explicarle que muchas personas deseaban conocerla, a lo que ella me respondía que “no era cierto”.
Le resumí cuáles eran mis planes para con ella: quería adorarla como a una enorme montaña, y mi intuición no me falló: Hilma era la criatura de setenta y tres años más hermosa que yo había tratado. Su temperamento se resistía a que una joven estudiante, y además poeta, buscara indagar sobre su vida. Le dio largas a una cita para conocernos. En repetidas oportunidades la llamé por teléfono. No sé si dudó de mí, pero la conquisté para “hurgar” en su vida de escritora, para planear –sin su consentimiento- raptarla, a algunas reuniones de amigos y amigas intelectuales.
Ella no podía imaginar que era solemnemente mi ídolo: la George Sand de la literatura dominicana, que me encantaba la majestuosidad de su figura, su acento francés, los muebles ordenados y bien cuidados de su casa, su estudio de grandes claroscuros, su mala memoria, ese yo-interior que la domina, que le toma su libertad, que en nada suprime su condición de esteta y artista.
Era un enorme misterio buscar los significados y valores de todo cuanto la rodeaba. Yo era un leopardo que no iba a descuidarme en ninguna línea de atención o de asalto para conocer su mundo y hacia dónde iba.
Entonces empezamos a conversar en el rincón feliz de su casa. Su habitad de plantas y flores que ella poda. Siempre me ha gustado su silencio, sus pausas, su inexorable reserva sobre su vida, la suavidad que exhibe su pelo gris, las notas de su tono dogmático para replicar ante mi curiosidad. Hilma, por lo general, corroboraba algunos de mis puntos de vista sobre su vida. Me relataba cuál había sido la “idea inspiradora” de ciertos cuentos.
Ostensiblemente existía entre las dos una complicidad poética para guerrearnos cuando yo escudriñaba en pasajes de su vida. Sin embargo, esta excepcional mujer de normas aristocráticas, pero no victorianas, destruyó sus barreras hacia mí y me distinguió finalmente con su amistad.
Es la escritora que más amo, a la cual estoy vinculada, porque es hermoso amarla con la idea semi inconsciente de que algún día podré abrir sus “secretos” archivos para escribir la cronología clave de su vida.
Al igual que el libro de Hilma Contreras, “Facetas de la vida”, hay muchas facetas de su vida que me hechizan. Es casi una metáfora crear un perfil de ella donde se entrelacen, fluyan y refluyan los puentes y canales que componen sus existencia. Hilma Contreras no se resiste más a la amplitud de nuestro afecto. Se adhiere a nuestra especial locura con la poesía de su amplia sensibilidad. Con absoluta humildad, finalmente, ella no queda sola.
Comprende que vamos mar adentro con unas cinco mil palabras que de hecho pueden ser su historia de escritora, la historia reflexiva, con extensas ondulaciones, de Hilma Contreras.
(1993)