La historia de la República Dominicana, es un escenario convulso de heroicidades, hazañas y conquistas. Desde el nacimiento de la nación, muchos de los héroes han encarnado ya el mito fulgurante. ¿Qué razones valederas hacen de esos héroes nuestro mayor ejemplo: fuente inagotable de estímulos? El héroe no es nada si no es glorioso. La palabra hazaña marca la relación de nuestros héroes con su realidad más inmediata.

Única fotografía de Juan Pablo Duarte, tomada en Venezuela, en 1873, por el señor Próspero Rey.

La gloria es la irradiación de la acción inmediata, es luz, es fulgor. El héroe se muestra, esa manifestación que deslumbra es la del ser en un ser, la transfiguración del origen en el comienzo, la transparencia de lo absoluto en una decisión o una acción sin embargo particulares y momentáneas.

¿Cómo deberíamos, entonces, partiendo de esas premisas considerar la acción de Juan Pablo Duarte y de las de sus compañeros? El heroísmo es revelación, este brillo maravilloso del acto que une la esencia con la aparencia. El heroísmo es la soberanía luminosa del acto. Sólo el acto es heroico, y el héroe no es nada sino actúa y no es nada fuera de la claridad del acto que ilumina y lo ilumina. Es la primera forma de lo que luego se afirmará bajo el nombre de praxis (con una completa inversión del sentido).

Fuera de la sistemática campaña de concientización, de educación y de fortalecimiento del sentido, del fervor patrio; de su participación en el amplio reperpero febrerista de la Puerta de La Misericordia, el Patricio venerable permaneció políticamente inactivo aproximadamente dos décadas. Se desconocen aún las razones de tan búdico e inactivo erial vacío. Juan Daniel Balcácer, resalta las causas de ese prolongado reposo en el desengaño duartiano de la política criolla y sus luchas intestinas. Esa visión de los acontecimientos del momento quizás hizo que Duarte, según Juan Daniel, permaneciera fuera de su tierra durante veinticinco años. Resalta, entonces, la validez heroica y política de Duarte. Esta debería determinarse por supuesto como habla o verbo, pero nunca como acto. Ahora bien, al contrario, sólo parece contar, sólo parece importar en él la plenitud del nombre: leyenda alegórica de un ritual mitológico. Así lo atestiguan las cada vez más innecesarias exégesis ditirámbicas de sus acciones, en los textos del expresidente Joaquín Balaguer, y en otros historiadores fervorosos del Instituto Duartiano.

Lo que se descubre al leer estos libros es que, como dijo Lévi-Strauss (1994), la oposición simplificada entre mitología e historia que en el caso particular de estos autores están habituados hacer, no se encuentra bien definida. La mitología es estática: encontramos los mismos elementos mitológicos combinados de infinitas maneras, aunque en un sistema cerrado, por contraposición a la historia, que, evidentemente, es un sistema abierto, polémico y contradictorio.

Por lo tanto, mi impresión es que si estudiamos cuidadosamente esos textos canónicos, especialmente Balaguer nos brinda en el El Cristo de la libertad, una visión seráfica de Duarte. Reemplaza la certeza o curso de los hechos por una fantástica ontología omnipotente del Patricio. Duarte allí es una Esencia y una Fuerza indescriptible, pero nunca un hombre variopinto y diverso, vertiginosamente angustiado, animal de carne y hueso. Centro de otra fuerza más poderosa e inexplicable: un complejo enigma o misterio.

Esa condición divina del héroe, es para Carlyle una forma de heroísmo propia del pasado, surgida en épocas remotas. La posibilidad de algunas de ellas cesó hace mucho tiempo, sin que puedan reaparecer. Hoy se habla del héroe como un deseo elidido de escritura, abrigando la esperanza de que aparezca un significante mayor o, un valor escéptico, redentor e imaginario de la patria. El héroe lucha y conquista. ¿Esa virilidad conquistadora, de dónde viene? De él mismo. ¿Pero él mismo de dónde viene? Este es el principio de sus dificultades. Tiene un nombre que es propio, del que incluso, muchas veces, se apropió, un sobrenombre como se dice, un superego. Tiene un nombre que se convierte en una leyenda. Pero si tiene un nombre, tiene una genealogía. El ascendente que ejerce y que debe a sus hazañas es al mismo tiempo el signo de su ascendencia, esto que debe a su origen y que lo hace proceder con espontánea naturalidad y arrojo.

En el heroísmo hay algo que no es filosófico, algo que no es santo. Según Emerson el héroe parece ignorar que las demás almas tienen la misma contextura. Es orgulloso, es el extremo de la naturaleza individual.

Pero debemos respetarlo profundamente. Hay algo en los grandes hechos que no nos permite seguirlos. El heroísmo siente y nunca razona, y por eso tiene siempre razón; y aunque una diferente educación, una diferente religión o la más grande actividad, modificaran y aun revocaran la obra particular, lo que hace el héroe es el hecho más grande y no está supuestamente sometido a la censura de los historiadores, filósofos y teólogos. El heroísmo es la manifestación del hombre al natural, sin que intervenga cultura alguna, la que revela en él una condición que desdeña la pérdida, la salud, la vida, el peligro, el odio, el reproche, y sabe que su voluntad es más elevada y enérgica que todos los adversarios actuales y posibles. El heroísmo es la obediencia a un impulso interior del carácter individual, ya que todos sus actos se miden por el desprecio de algún bien exterior.

La esencia del heroísmo estriba en la confianza en uno propio. Es el estado de guerra del alma; y sus propósitos finales son el desafío…, y la entereza para sufrir todo lo que provenga de los malos agentes. La esencia gloriosa de un héroe se afirma y se verifica en sus actos, se consagra y se denuncia en su nombre. En esto, esencialmente la vida y la obra de Duarte nos enseñan algo. En primer lugar la invencible inclinación esencialista. El héroe sólo es acción, la acción lo hace heroico, pero ese hacer heroico no es nada sin el ser; sólo el ser –la esencia–nos satisface, nos tranquiliza y nos promete hipotéticamente un futuro mejor