La muerte del escritor cubano Heberto Padilla, en el año 2001, me ha entristecido enormemente. Yo empecé a conocerlo hace más de veinte años, en plena crisis existencial. Fue bajo ese influjo que el poeta dominicano Víctor Bidó me obsequió su libro más polémico Fuera de juego (1984). Libro que marcó un giro en la relación de los escritores occidentales con Fidel Castro. La ruptura definitiva con su régimen político. Desde entonces sus ensayos y poemas no cesaron de fascinarme. A tal punto que en el 1994, cuando personalmente nos conocimos, recité a viva voz varios textos preferidos suyos, ante la mirada atónita del entonces embajador colombiano en la República Dominicana el periodista José Pardo LIada. Con el tiempo trabamos una fuerte amistad. Juntos pudimos compartir la infinitud de la noche: misterio "provocante" del destino. Festín novísimo de duendes y bohemias.
Heberto era un hombre esencialmente dionisíaco. Sumamente simpático y sarcástico: un ser entrañable, de gran ernpatía y afabilidad. De ojos dilatados, tranquilo, estatura erguida y hondísimos vacíos: corpulento y grandulón.
Incisivo, bonachón y un gran erudito. Concedía a su interlocutor el beneficio de su curiosa atención. Fue un incansable políglota, traductor y amante de las literaturas inglesa, norteamericana, escandinava, rusa. Padilla sorprendía con sus ocurrencias y frecuentes citas de poetas o filósofos. Poseía el don de la elocuencia, dicción clara e infinito gracejo. Sociable y dispuesto a la relación con
los demás en la seguridad de quien ha aprendido a jugar irónicamente con la propia vida, a tomarse el pelo cuando era necesario. Padilla fue un paroxista de sí mismo, que no supo detenerse a tiempo.
De una movilidad psíquica interior pasmosa. Su capacidad de jugar con él mismo y con los demás, como si no hubiera tal sí mismo, la continua carcajada y el chiste en medio de la errancia, fueron su carta de presentación.
Los recuerdos, las cosas y las situaciones humanas fueron un alimento imprescindible para toda su existencia, y no solo para su vejez, en cuyos días la memoria hurga en el pasado para hallar las pruebas de una existencia ya transcurrida frente a los días presentes, siempre iguales o en vertiginosa disimulación. La "desproporción" entre su vida y lo que significó su desgracia
con el régimen castrista lo marcaron para siempre. Entre
el querer decir y el hacer, entre el verbo y su nostalgia transcurrió toda su errancia. Estos versos (siempre me los decía) fueron su mejor testimonio: "¿Qué somos y hacia dónde vamos? La vida … engendra y mata y resucita con la violencia de la eternidad. Volver, volver… por un camino de flores… y volver otra vez hacia aquel río que está en la infancia como en la vejez. Cruzar el puente, entre esas cañabravas que crujen nuevamente como un puente en el río. De modo que ese gozne, en que uno ha girado desde niño, con el tiempo, se torna invulnerable. La casa y el camino de flores, y la capilla entonces nos pertenecen o les pertenecemos. Es igual"
En su hogar, en Miami, junto a la compañera de toda su vida, y luego ex esposa, Belkis Cuza Malé, lo sentí vagar en una especie de vacío. Advertí que había puesto demasiada fe en la literatura, con una inocencia incluso inusitada.
Había arriesgado demasiado a través de sus palabras donde sólo comenzó su auténtico exilio. Esta actitud explica por qué el ideal de su poesía pudo ser su verdadera autodestrucción. Eso nos lo enseñaron desde muy joven, el escritor se reconoce en la Revolución. Lo atrae porque es el tiempo en que la literatura se hace historia. Es su verdad, su sueño y su utopía.
Todo escritor que, por el propio hecho de escribir y no es llevado a pensar: “soy la revolución, sólo la libertad me hace escribir”, no escribe en realidad. ¿Habrá surtido efecto ese dogma sangrante en Padilla? Lo sorprendente es que, adrede, su poesía fue un ente desmitificador de todo el proceso cubano de la "revolución". Padilla se había ido conformando con lo que la vida le daba a título provisorio y, en la certeza de esa totalidad, no había sabido proponerse fines; sólo había conocido empeños, y bien difíciles, y ese voto (su actitud provocadora e inocente frente a los cambios de la "Revolución'), en que lo ofreció todo creyendo contribuir a la utopía de las transformaciones del “hombre nuevo”, al escribir cada una de sus obras. No podía dejar de reconocerlas suyas, y les dolían. Cuanto más suyas, más se abría su herida; una herida de la que comenzaba a no distinguir los bordes. Y se sorprendía comparándose con los otros, los escritores de su patria.
No los envidiaba, pero encontraba injusta la diferencia. Se sentía disminuido. Y así se vino a encontrar rodeado de conflictos por todas partes. Se le ofreció la visión de su propia vida, a través del desarraigo y la soledad, y sintió su degradación al verla compuesta de errantes hechos; su vida degradada en una serie de hechos comprendidos como una hazaña cuando fue expulsado de Cuba. Pasó los últimos años de su vida suspendido sobre ella, y el exilio fue
su peor y más duro castigo.