A los presidentes de los países democráticos, como es el caso nuestro, se les exige una tolerancia extrema y es obvio que el sistema no funcionaría si ella no se diera en la medida que se le reclama. Y lo cierto es que “los cien barriles de m…..”, que un mandatario autoritario como lo era Balaguer debía tragarse casi a diario, era y sigue siendo el fundamento básico y la más firme garantía de un estado de derecho y respeto a las ideas ajenas, sin los cuales es imposible imaginarse el juego político democrático.
Lo que a muchos cuesta imaginar es que frecuentemente la tolerancia que exigimos al gobierno y a sus funcionarios es mucho mayor de la que normalmente se les pide, si es que se les pide, a los demás actores políticos, como a la dirigencia sindical, a los líderes empresariales y, por supuesto, a la alta dirigencia de los partidos. Un Presidente no puede ni debe mostrar públicamente su enojo por un editorial, no importa de qué se le acuse, a menos que no esté dispuesto a pagar el precio de su disgusto, lo que a menudo trae severas consecuencias en términos de popularidad y credibilidad.
No importa que al frente de la casa de gobierno se le grite corrupto, ladrón y hasta asesino, obligándose a guardar la compostura y tragarse cuanto escuche o lea, a despecho de que lo sea o no. Por eso muchos dicen que es más cómodo y seguro estar en la oposición, porque a nadie allí se le critica el silencio y no se está obligado a responder cuestionamiento alguno. Por eso, las ventajas del poder, la fama y riqueza que suelen traer consigo, no compensan los “cien barriles de m…..” que un gobernante, por necesidad, está obligado a engullirse casi a diario al leer un editorial o asimilar una injuria de quienes se creen con derecho a usar las libertades democráticas para socavarlas.
No puedo imaginarme la carga de presión y estrés que un Presidente lleva todos los días a su casa cuando sale de su despacho.(Publicado 2l 29-11-19)