Hacía apenas unos días que me tocó regresar al liceo Estados Unidos, la escuela donde cursé desde séptimo de primaria hasta completar el bachillerato. Una diligencia personal me había llevado hasta allí, donde no había estado hace más de 20 años.
El liceo sigue igual, como si el tiempo se hubiese detenido. La infraestructura se ha conservado casi exactamente como aquellos tiempos, pero con muchas mejoras que le han dado un aire más institucional y más de estos tiempos.
Por alguna razón humana, que desconozco, uno regresa donde se ha ausentado por mucho tiempo y en el fondo espera encontrar los mismos rostros y el mismo orden que dejó, hasta que uno llega y cae en cuenta que todo cambió, tal como obligan la vida y el tiempo.
Sin embargo, y contra todo pronóstico de realidad, uno se afana en encajar cada pieza en el lugar que uno entiende es el correcto, o por lo menos el que uno recuerda, y se acomoda ahí. Entre la nostalgia y el sabor de los buenos recuerdos de tiempos pasados, que casi siempre son los mejores.
En la puerta ya no estaban Fausto ni José; el despacho de doña Clara y Maritza en el mismo lugar, pero sin ellas; el auditorio, ahora cerrado, acogía a los estudiantes que llegaban tarde y más adelante, donde el maestro Dante Cucurullo, con su imponente piano, nos daba las clases de música. Allí parada recordé mi primer día de clases y me convencí de entrar y echar un vistazo para darme el gusto de viajar en el tiempo.
En mi mente recorrí cada espacio del liceo. Recordé a cada uno de mis compañeros, los mejores momentos que allí vivimos, las risas, las prisas, los apuros y hasta las lágrimas que nos tocó vivir juntos, como amigos. Me emocioné tanto, que me tomé una foto y la compartí en mis redes sociales y en el grupo de la promoción. Uno no siempre regresa al mismo lugar que le acogió por 6 años, todos los días de su vida, antes de entrar a la universidad. El momento era propicio para conservar un recuerdo y guardarlo para la eternidad.
Me paré justamente en el ala derecha con la cancha de basketbol a mi espalda y de pie, donde con una banca larga, se bloqueaba el paso para acceder a la dirección y el auditorio. El mismo lugar, la misma banqueta donde se sentaba Hamlet Bencosme, el único compañero que tenía permiso entre más de 30 estudiantes para no hacer deportes ni realizar actividades físicas de alto impacto.
Imaginen los sentimientos que despertaba entre nosotros, el nuevo, que ante nuestros ojos era el privilegiado que se sentaba a mirarnos dándole vueltas al patio y tratando inútilmente, en mi caso por lo menos, de encestar una pelota en el canasto. O muchísimas veces repitiendo bajo el inclemente sol la marcha militar hasta que Marianela diera el visto bueno. Mientras Hamlet, desde su banqueta, nos miraba sentado, guardando una postura de humildad y me parece ahora, hasta de cierto apuro con nosotros. No tardamos en enterarnos que Hamlet tenía una condición cardíaca que andaba muy distante del privilegio y que no le permitía el esfuerzo.
Y de igual forma, Hamlet tampoco tardó en ganarse a todos y cada uno de quienes fuimos sus compañeros en el liceo. Formal, noble, caballeroso, con un porte de hombre muy adelantado para sus años, como si hubiese pasado por una escuela que lo había formado antes como hombrecito y caballero encantador. Se destacó y supo hacerlo.
La amistad se convirtió en cariño y el cariño alcanzó el grado de complicidad que se mantuvo hasta el último día de su vida.
Justo unos días después de publicar mi foto en Facebook, Hamlet emocionado por el relato y mis recuerdos, compartió un comentario junto a una foto suya listo para entrar al quirófano y realizarse un cateterismo. Unas líneas breves cargadas con un optimismo admirable, con un cariño muy sentido y la misma complicidad que nació hace 24 años atrás en el liceo y el colmadito de la Galván.
Unas horas después, Hamlet murió y todo lo sucedido y relatado antes, cobró un sentido totalmente distinto. La foto la asumo como una oportunidad para despedirse por todo lo alto, y dejarnos a nosotros, sus compañeros, un ejemplo digno de optimismo en sus propias palabras, de actitud positiva ante las adversidades y un último recordatorio de su cariño incondicional y la complicidad que vivirá por siempre entre nosotros. Una complicidad que supo trascender los años, a veces la ausencia y ahora, el plano terrenal.
A mí, la muerte de Hamlet me toca muy cerca y me mueve el piso. Es un golpe de realidad enorme porque, además de la tristeza de despedir un amigo, me toca decirle adiós a un compañero de mis mismos años, ahora cuando uno se siente más vivo que nunca y con las ganas enormes de vivir. Con Hamlet, la vida me reitera que nuestro paso por aquí es solo un rato y que cualquier muestra de afecto puede ser la despedida para siempre con nuestra gente.
Estas líneas son mi homenaje cariñoso a Hamlet, a mis compañeros de promoción, que más que amigos se elevaron al nivel de hermanos. Y me permito compartirlo con ustedes, mis lectores, para que vean en esta historia de amistad y despedida la oportunidad de reiterarles siempre el amor a su gente, no postergar el afecto y aspirar siempre a ser mejores personas, para que sean recordados así como siempre recordaré al Hamlet noble, divertido y de buen corazón.