Uno de los eufemismos más presumidos es el que procura disfrazar el sexo con el amor. A los franceses les debemos la confusión con una fórmula casi universal para no aludir al coito: “faire l’amour”. Siempre estimé muy sobrevaluado (y rebuscado) ese vocablo para definir una simple relación de piel, muchas veces tan casual como la edad de un polvo; es ponerle a un ron Bacardí la etiqueta de un escocés The Macallan Imperiale.
La inconsistencia del vocablo se acentúa aún más en una cultura erotizada. Si en esta sociedad de apetente hedonismo hay un referente disociado del sexo es justamente el amor. Ya la analogía deviene en ingenua. Y es que el sexo regresó a la caverna apartándose de toda razón eminente. No necesita de disfraces ni ropajes poéticos, basta el delirio eléctrico de unas chapas gelatinosas haciendo acrobacias “demboseras”. Es consumo masivo, patología social, obsesión contemporánea. Perdió misterio, reserva y conciencia afectiva; es un acto biológico tan rutinario como fumar; tan franco como negociar; tan mecánico como conducir. Lo paradójico es que la civilización tecnológica, esa que explora dimensiones avanzadas de realización, se vuelve con locura a los instintos para convertir al sexo duro, anatómico y animal en fetiche de sus devociones lúdicas.
Al mundo judeo-cristiano del siglo se le hace cada vez más escabroso disimular su esclavitud al sexo. Cada segundo hay cerca de 30 millones de personas conectadas a los 4.2 millones de sitios web pornos ofertados por una industria que mueve a nivel mundial unos 4,900 millones de dólares al año. Uno de cada tres espectadores porno en el mundo son mujeres; el 70% de los hombres de 18-24 años visitan sitios pornográficos en un mes típico. La pornografía, después de las drogas, la prostitución, la banca y las armas es la industria que mueve más dinero en el mundo.
Explicarle a mi hijo que el sexo no necesariamente tiene que ver con las “condiciones afectivas” que prohijaron su concepción es un embrollo. Me siento tan raro. Hay que “formarse” en esta nueva lógica social y aprender a desaprender. Eso de despertar con una mujer después de una noche arrebatada y preguntarle ¿cómo me dijiste que te llamabas? hay que explicármelo “despacito”.
¿A dónde iremos cuando un 22 % de las adolescentes entre 15 y 19 años han estado embarazadas; cuando a los 19 años el 42 % de las adolescentes han sido embarazadas y el 34 % ya son madres. El sexo de los niños dominicanos empieza entre los diez y catorce años. Y guarden sus ¡prejuicios progresistas! que no hablo de moral. Es que sin contrapesos esas generaciones se pierden y con ellas parte del futuro. El cuadro no compensa: más de 20% de la población juvenil son ninis (ni estudian ni trabajan) la tasa de fertilidad adolescente es de 98.4 nacimientos, una magnitud similar a la del África Subhariana y un sistema educativo paria marcado por las deserciones, las repitencias, la sobre edad y la mediocridad.
Friedrich Nietzsche mató a Dios con su lapidaria condena “Goot ist tot” (Dios ha muerto) rescatada en la década de los sesenta por el movimiento hippie; al romance le aguarda igual condena. El sexo perdió esencia, conexión sentimental. Se disipa así su sentido espiritual, su imagen de fusión vertebrada en el sentimiento, en la entrega, en el amor. Quedó enredado entre las ganas como capricho de la carne y… ya.
El “arte” se ha arrogado la narrativa oficial de esta locura. Antes, el romance interpretaba las agitaciones del espíritu enamorado: sus angustias, fantasías y fervores; hoy es el retrato de las alucinaciones desgarrantes por el sexo brutal, lascivo, penetrante y sádico. Ejemplos: Alexis y Fido, exponentes del género urbano, no dejan dudas de esa impronta: “Me encanta cuando ella se toca, solita se ubica y se lubrica. Me encanta cuando ella se lo babea y se lo chupa como si fuera jalea”. Los reguetoneros Jowell y Randy aportan trazos más gráficos a ese cuadro lírico: “Que tengo la polla en candela y quiero comerte ese culo… Voy a guayarte el pantalón, demostrarte lo que tengo”. Tego Calderón arremete: “Mami, yo quiero agarrarte por el pelo mientras te tiro mi lenguaje obsceno… Oye, si las más putas son las más finas”. Nicky Jam remata y eleva la fantasía al paroxismo: “A ella le gusta que la bese, que la rose, que la sobe, que le coja la cosita y se la toque, cuando ella coge lo mío se activa la nena bien duro”. ¡Sublime! ¡Me siento un perro!
A los franceses que recojan su vocablo: Sexo es sexo y amor ya no se sabe qué es. “Hacer el amor” es cursi. Un anacronismo léxico que ya manosea la caducidad. Esta sociedad liberal ha determinado, con la misma autoridad del Santo Oficio medieval, que el arte es todo lo que salga de la libertad individual; que no hay nada bueno ni malo; que los valores son atavismos de la historia; que la familia es cualquier reunión de seres vivos; que el Estado no se debe a moral porque eso es ideológico; que el sexo es la verdadera religión. Y como dijo el borrachito de la calle Caminito de Buenos Aires ¡Ganó el culo, perdió la poesía!