La estética de la época moderna puede distinguirse de toda suerte de tentativas anteriores en que ella habrá de definirse como una doctrina del gusto. No obstante, a todo ello le falta aún una presuposición fundamental: la de un sujeto estético específico. En efecto, la mera reflexión en torno a lo bello no es capaz de dar lugar por sí misma a la estética en su sentido moderno. Para que ésta pueda aparecer en la escena occidental, se precisa que la vivencia y el concepto de gusto, relacionado a un patrón o principios de belleza, sea asumido desde el “sujeto del gusto”, al “sujeto estético” propiamente dicho. Es importante destacar en lo anteriormente señalado, que la reflexión en torno al “gusto”, muestra desde sus inicios, una significación que va más allá del ámbito estético, considerado en sentido estricto y en donde se entrelazan la sensación refinada del goce o placer, como norma estética, y un estado de espíritu y la formación cultural y social del hombre en diversos aspectos, y no solamente el lógico y el científico.
Así, en el curso del siglo XVII la noción de gusto habrá de convertirse en un concepto central en la reflexión europea en torno a los problemas del arte sin, al mismo tiempo, perder sus connotaciones en el plano del conocimiento, y especialmente en el plano moral. En este sentido, Kant sitúa la experiencia estética en el Renacimiento, como un imperativo que norma el placer. En su libro, La Crítica del Juicio, Kant procede a delimitar el sentimiento de lo bello y lo sublime como sentidos sensibles de estímulos ideales y de inclinaciones acuñadas por el entendimiento. En este libro, Kant, se ocupa de temas que tienen que ver con la estética y que giran en torno al “sentimiento estético”. Este aparece considerado no como una facultad humana, sino, más bien, como un componente específico de la naturaleza humana que posee el mismo origen que los sentimientos virtuosos, es decir, el imperativo categórico, o el concepto de verdad en arte.
Ahora bien, en la determinación de un objeto bello, esta relación está ligada al sentimiento del placer o gusto, que es declarado a la vez, según Kant, “a través del juicio, válido para todos; en consecuencia, un agrado que acompañara a la representación no puede, contener el fundamento de determinación del juicio, como tampoco puede contenerlo la representación de la perfección del objeto o el concepto de bien”.
El gusto, como idea o impresión subjetiva, es un ente arbitrario, no tiene un “solo” criterio. El gusto está por encima de la moral y por debajo de lo real, de lo real fenoménico. Una misma obra, resulta diferente en su acontecer estético, para los contextos axiológicos distintos de la percepción, del sujeto que la disfruta o percibe. Lo que para “un” sujeto es excelente, para “otro” puede no serlo. Al igual que la idea de belleza, el gusto como tal, por ser un juicio universal subjetivo, no tiene un "solo" criterio, sino muchos, contradictorios y abiertos. En los juicios sobre la belleza no hay imperativos categóricos, sino percepciones subjetivas. En ellos predomina la expresión contenida en la frase: "eso me gusta". La esencia del gusto se define por su sentido negativo y trasgresor, pues el mismo altera los límites del sujeto de la percepción, a partir de un proceso de conmoción interna del lector.
Hay una gran diferencia entre admiración y gusto. Lo sublime, que es la causa de la primera, siempre trata de objetos grandes y terribles; lo otro, de las cosas pequeñas y placenteras. Nos sometemos a lo que admiramos, pero amamos lo que nos somete; en un caso nos vemos obligados a condescender y en el otro se nos halaga por ello. En resumen, las ideas de lo sublime (admiración) y de lo bello (subjetividad del gusto) se apoyan en fundamentos tan diferentes, que es difícil, por no decir casi imposible, pensar en reconciliarlos en el mismo sujeto, sin disminuir considerablemente el efecto de uno u otro sobre las pasiones.
Esta distinción va paralela a la que se hace entre el componente descriptivo ("impresiones fenoménicas") y las reacciones evaluativas de quienes afirman propiedades estéticas en un objeto de percepción subjetiva. Así, la sensibilidad perceptiva (el gusto) sería la disposición a registrar impresiones fenoménicas de cierta clase (apelación a la autoridad para descalificar el gusto del otro), a partir de rasgos no estéticos perceptibles, mientras que la actitud estética sería la disposición a reaccionar a impresiones fenoménicas de cierta clase, de manera favorable o desfavorable, con aprobación o desaprobación, según el criterio de autoridad establecido por un artista o poeta de nuestro gusto o agrado.
En arte hay dos criterios que determinan nuestros gustos: resistencia y asimilación. O acepto lo que otros dicen, o me resisto a ello, estableciendo mis propios criterios, fuera o dentro del canon. Por lo tanto, mi subjetividad es soberana y libre, no apela a la autoridad, sólo asimila lo que le gusta. Ergo, el gusto es arbitrario, responde al placer o gozo del espectador.
Esta idea del gusto vinculada al placer de la subjetividad coincide con la conciencia de la imposibilidad de mantener despiertos -y hacer revivir- los cánones clásicos del arte; comprende el fin del modelo clásico y con él el fin de la función del arte en la realidad social, su subordinación a otras formas culturales, su marginalidad. Hay quienes viven este estado de cosas como un auténtico luto. El gusto estético expresa esta conexión de la vida y la forma, nunca objetivable y siempre presente en el proceso; en la belleza la vida se convierte en forma y la forma en vida. El aspecto utópico de la función del arte no está en la función social que puede ser realizada por la función estética, sino en el ideal regulativo de la belleza, como ente de placer o gozo, del que se tiene experiencia a través del arte, desde el ámbito de nuestras “subjetividades y gustos” arbitrarios.
A primera vista, puede parecer que nuestros razonamientos difieren mucho de los demás, al igual que nuestros placeres: pero pese a lo que puedan diferir, hecho que creo más aparente que real, es probable que la norma en lo concerniente a la razón y al gusto sea la misma en todas las criaturas humanas. De no haber algunos principios en lo relativo a nuestro juicio y sentimientos comunes a toda la humanidad, sería imposible aprehender su razón o sus pasiones lo suficiente para mantener la ordinaria correspondencia con la vida. En efecto, parece que, por lo general, se admite que con respecto a la verdad o falsedad hay algo fijado. Cuando se discute, vemos a la gente apelando a ciertos criterios y pautas que son válidas para todas las partes y se suponen inherentes a la naturaleza común. Pero, no hay la misma conformidad obvia acerca de ningún principio uniforme o establecido, relacionado con el gusto. Muy al contrario, de ordinario se cree que esta facultad delicada y aérea, que parece demasiado volátil para resistir siquiera la posibilidad de una definición, no se puede poner a prueba debidamente bajo ningún criterio, ni medirse por ninguna norma.