Es una lástima que los destinos de nuestra Nación hayan estado decididos más por los humores de determinados líderes políticos y las querellas entre caudillos que, por el interés general, quienes han utilizado históricamente el poder y el presupuesto nacional para tratar de perpetuarse, de imponer al candidato de su conveniencia para guardarse sus espaldas, o para impedir que determinado enemigo político alcance la primera magistratura del país.
Y esas querellas no solo suceden entre rivales de distintos partidos sino también a lo interno de estas agrupaciones, a veces incluso con mayor virulencia, lo que ha generado que históricamente buenos liderazgos sean castrados por mezquindades, ha provocado divisiones de partidos que no solo han debilitado a otrora grandes organizaciones sino también a la democracia, pues han impedido la sana alternancia en el poder, pues los amos de esos partidos utilizados con fines puramente mercantiles se convierten en súbditos del poder de turno.
El proceso eleccionario en curso se suponía que marcaría una diferencia, por tratarse de las primeras elecciones efectuadas bajo el imperio de la Ley 33-18 de partidos políticos y la nueva ley de régimen electoral 15-19, sin embargo entre los traspiés de los errores de estas legislaciones que conllevaron que múltiples de sus disposiciones fueran declaradas inconstitucionales, la excesiva amplitud de sus topes de gastos y ausencia en prevenir y sancionar temas neurálgicos, así como la débil voluntad exhibida por las autoridades para hacerlas cumplir, tristemente este no ha sido el caso.
Por el contrario ha quedado demostrado que no basta una ley para arrancar de raíz malas prácticas y vicios ancestrales, como sucedió con la celebración de primarias que estaban llamadas a democratizar a los partidos y fortalecer su institucionalidad, las cuales no bastaron para impedir que quien controlara el partido o tuviera más recursos se alzara con la presea sacando de juego o derrotando a quizás mejores contendores y más bien sirvió para dar legitimidad a la elección de un sucesor señalado a dedo por el presidente, pero revestido de la fuerza de una mayoría de votos, aunque fuere por estrecho y cuestionado margen.
Peor aún, se convirtió en una vorágine de pasiones, pues el interés indetenible de celebrar primarias abiertas condujo a dar impulso al conflictivo proyecto del voto automatizado, y el resultado de estas a convertir en dos religiones el estar a favor o en contra de dicho sistema de votación, el cual terminó llevando al país a un gran atolladero luego de su fallo en las elecciones municipales.
A pesar del estreno de marco legal, más que nunca estamos en presencia de unas elecciones marcadas por una guerra de papeletas que por caprichos del destino ha coincidido con una pandemia y una crisis económica que han puesto el mundo de revés, y que han reducido la presente campaña a un bochornoso espectáculo en el que algunos actores no tienen ningún rubor en ofender la dignidad de los que menos tienen, intentando hacer un trueque de votos por alimentos y otras dádivas, y están dispuestos a vender promesas incumplibles que rehúyen someterlas al escrutinio público, a sabiendas de que no lo resistirían.
Otros están dispuestos a desdecir la opción de cambio que representan aceptando adhesiones de desgastados oportunistas políticos que restan más de lo que supuestamente suman, por el afán de conquistar el poder y por el terrible ego que los lleva a tomar decisiones equivocadas para sus propios propósitos, con tal de ser los únicos que brillen.
La historia es cíclica y las pasiones que en el 1996 impidieron llegar al poder a unos y sorpresivamente llegar a otros, están igualmente presentes, aunque con distintos colores más de veinte años después, para tristemente seguir colocando nuestro destino a la merced de una guerra de egos.