El pueblo dominicano votó, en lo que algunos han  querido presentar como una “gran fiesta de la democracia”. De fiesta tuvo poco,  participamos más bien como actores de una gran obra de teatro destinada a exaltar la democracia al estilo dominicano. El espectáculo tuvo una puesta en escena estelar a cargo de la Junta Central Electoral, a partir de un guión en varios actos de la autoría del hoy reelecto presidente de la República.

Este guión fue preparado desde el mismito día de su toma de posesión hace cuatro años, y se puede inducir que la obra estaba en gestación desde antes. El libreto estaba previsto en varios actos y fue corregido sobre la marcha para desarrollarse  durante todo el mandato hasta convertirse en la “obra maestra” que acabamos de ofrecer al mundo entero. 

Si críticas hubo de los organismos internacionales encargados de celar y velar por el buen desarrollo del certamen fueron al final relativamente leves y no lograron, antes de su salida del país, realmente empañar el espectáculo al cual muchos asistieron jubilosos y otros impotentes y angustiados de solo pensar que desde ya  el genial autor pudiera ser escribiendo los actos que lo llevarán a la ópera máxima del 2020.

La trama fue despiadada. Durante el tiempo de la creación el autor se rigió  fríamente por su norte, saltando charcos, esquivando, manipulando, realizando construcciones según su librito, comprando tranquilamente oponentes, operaciones todas que desde su estadía en Palacio como Ministro de la Presidencia sabía magistralmente ejecutar. La obra representa el triunfo de la táctica sin principios, un himno a los pactos de aposento con trasfondo de muchas papeletas y siempre sobre la base de poder comprar conciencias y cédulas a la franca y en gran escala.

La oposición, que no era ni a la Trump ni a la Sanders, era parte de la escenografía: atrapada sin salida en una competencia totalmente desleal y sin lograr sacudir la opinión por sus propuestas ya que, salvo sobre algunos temas específicos, hubo poca diferenciación en su discurso. Los opositores usaron más o menos el mismo lenguaje, sea siguiendo el libreto de los organismos internacionales o haciendo algunas promesas que se creía podían impactar en las grandes mayorías.  Ahora bien, votar por  programas, por propuestas, por los derechos de la mujer o de la niñez,  contra la corrupción,  por personas capaces y honradas exige un nivel de conceptualización y de visión a mediano plazo que todavía no tiene la gran mayoría de la población como lo demuestra el 70 por ciento  de votos alcanzados por Félix Bautista en su provincia.

Ganaron  la propaganda del gobierno y los números de las encuestas, en un país donde a la gente le gusta estar del lado del vencedor. Ganaron de manera abrumadora el clientelismo y el populismo. Más que en otras elecciones, los electores descontrolados por la mezclas de colores y de partidos, e influidos por el fin de las ideologías, votaron por sus intereses particulares a corto plazo, por ser beneficiarios de la “justicia social” gubernamental:  unos como empleados de la inmensa corporación estatal que emplea alrededor de  25% de la población dominicana  y para mantener el sustento de sus familias, otros para ser favorecidos por las distintas tarjetas, por los programas de la Vicepresidencia, o por tener sus hijos en un CAID. Otros tantos votaron por sus intereses y compromisos empresariales y económicos, por el seguro que representa la estabilidad para los negocios, para que siga la impunidad que a tantos favorece o para conseguir el empleo que tal o cual les ha prometido para seguir engordando la nómina estatal.

Hacer de las elecciones un teatro de la democracia es el peor servicio que se le podía rendir al país, a la democracia y a las futuras generaciones.