La tarde perfecta. Un atardecer de ensueño, el clima en su punto, como haciendo honor al año que empieza y sus oportunidades, un trago de ron y la chispita de un limón generoso que estoy segura que era criollo.

La compañía, ni hablar, de lujo. De las favoritas de mi alma.

Éramos tres, sentados frente al mar despidiendo la tarde y siendo testigos de la noble despedida del sol. Estoy sentada entre dos caballeros y hablamos. Hablamos de todo lo bueno, sin una gota de estrés. Como quien deja los problemas y las situaciones del día a día enganchados en algún lugar, bien lejos de ahí.

De hecho, hablábamos sobre atardeceres. Compartíamos fotos de atardeceres que habíamos presenciado. Uno de ellos dio referencia de las puestas de sol en Mao, mientras yo le mostraba en mi teléfono la puesta del sol en Las Terrenas, en una foto que tomé en agosto pasado.

De Las Terrenas me fui a Punta Rucia, donde viví uno de los atardeceres más hermosos que he visto en mi vida. Y de ahí, pasé a Buen Hombre. Todo, lastimosamente, en la pantalla de mi celular.

El teléfono se ha vuelto un archivo de vida. Eso de imprimir fotos o revelar rollos, como en aquellos tiempos, ya es cosa de historia.

Justo nosotros tres celulares en mano, pasaron tres ciclistas y uno de ellos nos dijo con mucha seguridad y casi como un lamento “¡Hablen! ¡No chateen!”. Suficiente para que los tres soltáramos teléfonos y empezáramos a usar la imaginación para describir todo lo que queríamos decir.

Se acabó el chateo y empezó la vida. El atardecer cambió matices y fuimos testigos auténticos de aquel espectáculo. En silencio y con celulares bloqueados.

Al ciclista, le doy las gracias. Yo he asumido su consejo casi como una orden que pienso adoptar cada vez que la vida me regale atardeceres y compañía como la de aquel viernes frente al mar. Gracias otra vez, atleta.