Pierde tiempo quien busque en esta columna alguna erudición, ciencia o instrucción. Si ese es su interés me permito referirlo a la ilustrada vecindad de autores de este diario cuya estatura no alcanzo ni empinándome. Este espacio me fue cedido para que vaciara en él mi libertad. En ese “ejercicio” pletórico no he añadido más esfuerzo que dejar fluir lo que pienso y siento.
Pudiera escribir ideas abstractas, conceptos teóricos o razonamientos críticos del Derecho, del pensamiento social y de la teoría política. Si esa hubiera sido mi elección la tomaría muy en serio y no dudo que terminaría citado en una que otra investigación académica o quizás elogiado por un puñado de diletantes. Reconozco que ese es un trabajo para los que se han curtido en las dilatadas exploraciones del saber; yo apenas soy un pensador experimental de la vida.
Letras Libres es no es una columna periodística, ni siquiera un trabajo de referencia académica, es un muro urbano donde pinto realidades cotidianas. Como escritor social aspiro a darle colorido o fuerza expresiva al grito mudo de la gente. Por eso mis posiciones no son necesariamente objetivas; nacen de la contradicción implícita que se disimula en las apariencias políticamente correctas del sistema. No soy neutral: más que analizar, critico; más que explicar, interpreto. En ese oficio no busco agrados, propinas ni méritos. Tampoco me siento más ni mejor que nadie.
Mi expresión, de fuerte tañido emotivo, es clara, directa y mordiente. Escribo en la justa forma que demanda la realidad que denuncio. No me acompleja la opinión de los que me califican de amotinador, insurrecto o llanero solitario. La tolero convencido de que vivimos en una sociedad de lenguaje pálido, gris y complaciente, en la que para hablar hay que mirar a todos los lados y para escribir repasar una y otra vez las colindancias. Me tienen sin cuidado esas aprensiones.
No tengo que decir que la desnudez de mis juicios me ha negado espacio, estrados y oportunidades. He cosechado legítimamente muchos desafectos; no los he necesitado, al contrario, afirmo mis convicciones en cada exclusión gratuita o en cada alusión desdeñosa. En una sociedad autocensurada, de opiniones prestadas, rendidas o dobladas, es herético usar nombres propios o liberarse de los pesados eufemismos. Siempre late la prejuiciosa presunción de que uno anda buscando algo. Pocos conciben otros valores de realización más allá del capital, el poder o el aplauso. Me importa una mierda el juicio libertino de la gente enajenada; acepto la crítica de hombres sanos y libres.
No me imagino escribir sobre temas abstractos. Me sentiría una especie alienígena domesticada pontificando sobre la naturaleza humana. Vivo en un mundo real lleno de carencias y desafiado por grandes urgencias. Prefiero moverme en la dimensión cóncava de la realidad, donde nacen los intereses, se arman los tratos y se definen las verdaderas agendas de poder. Es ahí donde embisto, reclamo y contesto. Es en ese mundo donde mi palabra corta, despedaza y muele.
Aquí al parecer hay que escribir sobre Trujillo, la gesta de abril o los doce años de Balaguer para ganar cierta consagración literaria o hacer un nombre fuera del país para merecer un asiento en el pontificio areópago del pensamiento. Escribir sobre oligopolios, estructuras de poder, privilegios y desigualdad social o corrupción pública y empresarial es suicida. Admito mi temeridad. Me declaro sospechoso de esa tendencia y como tal nunca espero acreditar otra distinción que no sea la “ojeriza”. No me siento héroe ni mártir por eso, creo que es como debe funcionar una comunicación responsable. Tampoco me considero ni asumo como un villano ideológico acosado por el resentimiento o la paranoia. Soy un hombre del sistema que lucha con el sistema.
He ganado, en cambio, afectos incontables de gente corriente que sigue mis escritos como pan sacado del horno. Ignorarlo sería una falsa modestia e ingratitud. He sido reconocido y llamado en la calle por lectores para recibir su tibia expresión de respaldo. No hay sobre la tierra motivo más estimulante que escuchar de un cajero bancario, un estudiante universitario, un despachador, una ama de casa la declaración de su lealtad con un: “lo leo siempre, siga así”. He confirmado en lo que hago a Miguel de Unamuno cuando dijo: “El escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad”.
A esos lectores le debo la fortuna de tropezarme con mis trabajos compartidos cientos de veces en las redes sociales, algunos, incluso, marcando tendencias. Ese es mi premio. Les prometo que en este año se redobla mi compromiso así como mi gratitud a don Fausto Rosario por permitirme calzar trinchera en su suelo desde Letras Libres. Gracias del alma. ¡Felicidades!