David Owen, médico y político inglés que fuera ministro de Sanidad y de Asuntos Exteriores en el gobierno laborista de James Callaghan, en su libro “En el poder y en la enfermedad” nos hace poner la mirada en las enfermedades de los dirigentes mundiales de los últimos 100 años, y también en un síndrome que padecen muchos de ellos: el hybris, que tuvo su origen en la antigua Grecia y que hoy se usa para definir “la arrogancia y el desprecio por las opiniones de los demás que aqueja a muchos líderes, políticos y gobernantes”.
Volviendo esta mirada al actual gobierno del país, es más que evidente la arrogancia y el desprecio por las opiniones de los ciudadanos. Estas opiniones convertidas en clamores y protestas ciudadanas no se escuchan. No se respetan. Se ridiculizan. Se minimizan, se niegan, se desacreditan.
En los campos, en “las montañas” y en las ciudades. Se tapa el sol con la sombrilla de los bonos otorgados a los pobres, con la convocatoria marcial de los empleados públicos, con el “pan y circo” llevado a los mismos escenarios transitados por voces libertarias, y también con los panegíricos de los sofistas mediáticos a sueldo.
Asfixiado por el narcisismo político de sus integrantes y asociados, este gobierno padece un “déficit de atención” que le impide ver y analizar el hastío, el enfado y el hartazgo de los dominicanos.
Que le impide ver y asumir con la debida prontitud y lucidez los sinsabores, miedos, riesgos, peligros, calamidades, necesidades y carencias que en estos momentos padece el pueblo dominicano.
Este gobierno tiene dificultad para identificar las emociones y sentimientos de los ciudadanos. Esto decir, padece de “alexitimia”. La forma de comunicarse de los alexitéricos del gobierno es monótona, hosca, simulada, tramposa y sin corazón. No conectan con los ciudadanos y mucho menos con los que levantan su voz para reclamar derechos y expresar el rechazo masivo a prácticas nocivas tales como la corrupción y la impunidad.
Pero no sólo es eso. También hay que volver la mirada al largo rosario de tragedias humanas causadas por la indiferencia y el descuido del gobierno: bajos salarios, descuido de cientos de hospitales, falta de agua, violencia, inseguridad ciudadana, quiebra de suplidores del Estado, precarización de la clase media, apatía frente a cientos de comunidades vulnerables, dispendio de los recursos públicos, vicios de la justicia y otros muchos calvarios cotidianos.
El gobierno también está “adiaforizado”. Es decir, se muestra ‘insensible’ ante el sufrimiento y el dolor de millones de ciudadanos. No le da importancia a las demandas, opiniones y necesidades de “los otros hijos de la democracia”. Se comporta como si las cosas que les suceden a los otros son insignificantes. No reacciona como si algo les ocurriera a personas, a ciudadanos. Los que no son “suyos” no existen.
Padeciendo “alexitimia”, “adiaforización”, el síndrome de hybris y otras patologías del poder, y habiendo perdido, si alguna vez la tuvo, la capacidad de empatizar con los que sufren y con los que reclaman, este gobierno ha impuesto el “cansancio de la compasión”, de la justicia y de la democracia, procurando el dominio absoluto del poder pero olvidando que las víctimas no siempre son sumisas, sino que el dolor y la indignación las une, las moviliza y las vuelve solidarias.
El padecimiento del gobierno visto aquí no excusa, acusa. Debilita y acerca al encanto de la estupidez y a la locura del poder, a sabiendas de que “el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente”.
La historiadora, y premio Pulitzer, Barbara Tuchman –citada por Owen– escribió que “somos menos conscientes de que el poder genera locura, de que el poder de mando impide a menudo pensar, de que la responsabilidad del poder muchas veces se desvanece conforme aumenta su ejercicio. La mayor responsabilidad del poder es gobernar de la manera más razonable posible en interés del Estado y de los ciudadanos”.
En ese proceso es una obligación del gobierno –de este gobierno– prestar atención a la información y opiniones de los que elevan su voz en nombre de la decencia, el decoro y la transparencia; ser sensible a las necesidades y reclamos de todos los ciudadanos y mantener la mente y el juicio abiertos y resistirse al insidioso encanto de la estupidez. ¡Esto reclama el pueblo dominicano!