La obra de Gerardo Roa Ogando (Las Matas de Farfán,  San Juan de la Maguana, 1975) representa el otro borde, la otra nervadura de la narrativa bucólica criolla.  Esta obra se inscribe en los temas  de la escritura telúrica de José Eustaquio Rivera, Horacio Quiroga, Ramón Marrero Aristy, Juan Bosch, entre otros importantes narradores hispanoamericanos. Sus temas son expuestos brutalmente mediante un estilo realista. En Cuentos del sinsentido (2020),  Roa Ogando  forja un universo de contrastes y paradojas lindantes al absurdo y lo grotesco.

Sin embargo, la risa solo es un síntoma. La estructura más profunda de lo grotesco es la del juego y por eso funciona como una paradoja. Lo grotesco existe donde se juega con las realidades establecidas, llevándolas a un espacio liminal que las pone en cuestión y  las  lanza a posibilidades sin límite.  Sigmund Freud nos ofrece su perspectiva en su ensayo acerca de las conexiones entre los sueños y los chistes. Si adaptamos la descripción de Freud del funcionamiento de los sueños y los chistes  a esta obra—condensación, incongruencia, giros inesperados—sería paralelo a lo grotesco. Como lo grotesco, los sueños y los chistes tienden a la dislocación y la disyunción, haciendo que las realidades establecidas fluyan. Los comentarios sobre la naturaleza de lo grotesco, desde el poeta clásico Horacio en adelante, toman nota de estos corolarios y solían vincular lo grotesco a lo  onírico e hiperreal del mundo sensible.

Curiosamente, este intento de visión bucólica como un todo contemplable, describible y cognoscible  no ha regresado a la narrativa dominicana. Lo cotidiano ya no es la existencia media,  estadísticamente comprobable, de una sociedad dada en un momento dado, sino una categoría, una utopía y una Idea, sin las cuales no se podría alcanzar ni el presente oculto, ni el porvenir revelable de los seres manifiestos. El hombre (el hombre de hoy, el de nuestras sociedades modernas) está hundido en lo cotidiano y a la vez privado de lo cotidiano.

A partir de aquí, se comprenden mejor las diversas direcciones verbales de estos relatos en los cuales podría orientarse la indagación satírica de lo cotidiano (interesándose  a veces en la sociología, a veces en la ontología, o en el psicoanálisis, o en la política, o en la lingüística, o en la literatura). Lo cotidiano es la oquedad (lo que retarda y lo que retumba, la vida residual con lo que se rellenan nuestros tachos y nuestros cementerios, desechos y detritus), pero sin embargo esa trivialidad también es lo más importante, si se remite a la existencia en su espontaneidad misma y tal como ésta se vive, en el momento en que, al ser vivida, se sustrae a toda puesta en forma especulativa, quizás a toda coherencia, a toda regularidad. De allí la exigencia—aparentemente risible, aparentemente inconsecuente, pero necesaria—que nos lleva a buscar un conocimiento de lo cotidiano siempre más inmediato.

Es bueno tener en mente esta acepción originaria de lo grotesco en la obra de Roa Ogando,  porque más temprano que tarde, sobre todo con los románticos, el término adquirirá un sentido distinto. Sufriría una inversión. Si la ironía griega avanzaba de un menos a un más, los románticos trastocarán el sentido: ahora se trata de un movimiento descendente, a veces catastrófico, que parte de un más para llegar a un menos. El personaje importante termina siendo ridiculizado. El ser que se había elevado acaba en la bancarrota y despreciado por todos. La figura adquiere así un sentido negativo, que se ha generalizado al grado de que ya no se concibe  la ironía fuera de este parámetro. Oigamos lo que dice el propio autor:

El pedagogista dominaba muy bien su oficio. Al menos era lo que suponía la gente. Desde tarde en su adolescencia había emprendido la interesante y  caótica aventura de leer las grandes obras de la literatura universal; pero la ausencia en su memoria, de nimios e ínfimos elementos del orbe sapiente lo estaba limitando notoriamente. Al ingresar al instituto había planeado asirse a la cultura. De la local y la universal. Pero su  propia rutina y, al mismo tiempo, su amplia y notoria ausencia de elementales hábitos literarios, terminó por otorgar la victoria a las amenazas tormentosas del grueso lomo del Quijote”.

Los relatos de Roa Ogando están llenos de su propia vida: no parece haber una actitud de sus personajes, una escena, un gesto o una expresión, que no parezca haber vivido directa o indirectamente por Roa Ogando.

Entre lectores complejos, el fingimiento “realista” simplemente aburre porque cualquier ficción de realidad real, por ejemplo un asesinato concreto y específico con su parafernalia legal y penal, es mucho más rica que la ficción de la “realidad”  ficticia. Para el lector complejo no hay relato aceptable sin un punto de partida radicalmente crítico, sin un convenio de farsa. Al lector enterado sólo se satisface con una honesta farsa, la cual, al mostrar la  transitoriedad de los valores oficialmente circulantes (es decir, su falsedad), restaura el crédito general en los valores inexistentes. De ese modo se alimenta la máquina productora de valores transitorios y se funda nada sobre la nada.

Si la vida entera y la realidad cotidiana aparecen aquí como una agotadora frustración, de la formación del sujeto de la escritura y la afirmación de la incertidumbre que vivimos hoy día, se busca refugio en la renuncia del modelo prometeico de ser de la escritura  a través de la ambigüedad, la risa y el humor. Verbigracia:

“En su velatorio. Un día después. Ante la ausencia de todos. Allí estaba él. El defensor del pueblo. Querido por muchos y odiado por pocos. El Padre Santo. Bajo negra y abotonada sotana, mientras entre rezos fingidos, le susurraba al difunto: “Si volvieras a nacer, te mandaría de nuevo al infierno; por insensato, coño”.

Si la libertad y la autonomía parecen imposibles, se busca la esclavitud para liberarse del insoportable peso de la desilusionada responsabilidad moral. Se trata de no ser nadie, de ser una cosa, un objeto, un nada, para liberarse del irrealizable deber moral de ser un yo.

Existe también en estos relatos otra estrategia, la de quien no padece la ausencia de la vida—de una vida que nunca es, sino que está siempre por llegar—y trata de prolongar esta espera de la vida, en la esperanza de que no llegue nunca, porque cree que, si llegara, comportaría algo trágicamente destructivo, que la espera y el aplazamiento difieren y alejan.

Para Gerardo Roa Ogando la escritura es como el ácido; no pretende edificar, sino corroer, demoler, volver polvo cuanto toca. Técnica textual: aquí la ironía de Roa Ogando adquiere su más alto grado de eficacia. No sólo porque ha encontrado el referente más apropiado, más dispuesto a dejarse ironizar (la aciaga realidad dominicana), sino porque la realidad a través de la ironía se diversifica y alcanza a volverse un dispositivo narrativo.