Ya he escrito sobre la falta de empatía que abunda entre la gente. Que, lastimosamente, parece ser una característica de esta generación. Y de cierto modo me pesa hasta escribirlo y pensarlo en voz alta, porque cuando habla de esta generación caigo en cuenta que la mía ya no es la de ahora.

La capacidad de calzar los zapatos del otro y ponernos en su lugar, se ha vuelto escasa en estos tiempos.

Las relaciones se condicionan a un interés y los amores se han vuelto más premeditados y medidos en cada paso al punto que casi pierden la dosis de locura y desenfado que los adornaba. Ahora los amantes se dosifican, la entrega se mide y se calculan hasta los gestos de cariño evitando un dejo de compromiso al que todos parecen huirle como el diablo a la cruz.

La gente no le duele a la gente. Las causas nobles si no llegan a Instagram, no existen. La indiferencia parece ser tendencia entre nosotros. Y vivimos envueltos en un eterno si no me afecta, no me importa.

Queremos que nos quieran y que nos atiendan; exigimos entrega, fidelidad, lealtad, afecto, comprensión, pasión y ni nos cuestionamos cuanto de eso sale de nosotros.

Nos salva que entre tanta indiferencia, siempre llega gente que reivindica a la gente. Por más acertijo que suene.

De vez en cuando, la vida nos da un respiro entre tanto y como pececitos salimos a buscar esa bocanada de nobleza para recargar ánimos y voluntad con gente buena, que quiere, se da sin medida y que no anda dosificándose. Gente sin miedo a querer.