En la última entrevista concedida a la prensa francesa, publicada originalmente en el diario Le Monde el año de su muerte, el filósofo francés Jacques Derrida (1930-2004) habló de su “judeidad” como sentimiento tormentoso. Se refirió a la “política desastrosa y suicida de Israel, y de cierto sionismo”. Israel ya no representa el judaísmo, ni la diáspora, ni al pueblo de la Shoah, del holocausto. Como judío-francés que se negaba a renunciar a su “judeidad”, defendió la idea de reagruparse a la vez contra la política hegemónica de Estados Unidos (Wolfowitz, Cheney, Rumsfeld) y contra un teocratismo árabo-islámico, carente de Ilustración y de porvenir político.
Todas las políticas de Israel se han vuelto en su contra. Han sido desmesuradas, desquiciadas, demenciales. Antes de Hamás, fue Al-Fatah, el partido de Arafat. Y antes de Al-Fatah, la OLP. Y antes de la OLP, la resistencia civil mal organizada. El culpable es siempre el otro, el enemigo. Cuando atacó y quebró la Autoridad Palestina, Israel destruyó las bases de una opción moderada, secular y laica. Así, el “spoiled baby” de los gobiernos estadounidenses hizo posible que la causa se radicalizara y el conflicto se islamizara. Su ceguera política ayudó a engendrar monstruos que hoy le acosan. De la invasión israelí al Líbano, en 1982, surgió Hezbolá, islamista y radical; de la primera Intifada, en 1987, surgió Hamás, también islamista y radical. Ahora prefiere de nuevo al otrora combatido Al-Fatah, el antiguo culpable, un interlocutor maleable que se suele doblegar ante el ocupante.
Edward Said, citando al erudito palestino Nur Masalha, habla del elemento común a todos los gobernantes israelíes frente a la cuestión palestina: “Desde Ben-Gurion a Sharon, pasando por Rabin, Begin, Shamir, Netanyahu y Barak, hay una continuidad ideológica ininterrumpida en la que el pueblo palestino es visto como una ausencia deseada por la que se combate”. En lo profundo de la psiquis israelí, deformada y enajenada, Palestina es esa presencia intolerable y esa ausencia vivamente deseada. Por eso, aunque lo niegue con hipocresía, íntimamente añora el exterminio palestino. Quiere que desaparezca de una vez por todas, arrinconarla, echarla al mar, vivir sin el recuerdo incómodo de esa espina clavada en su alma. Esos refugiados, esos salvajes y violentos, esos seres inferiores y despreciables que reclaman nuestras tierras, la tierra prometida. No sólo sueña con el exterminio: también lo lleva a cabo. El genocidio en Gaza forma parte de esa exterminación anhelada.
Los judíos más lúcidos y honestos, y los israelíes más serios y morales, a quienes respeto, leo y escucho con atención, lo saben y lo reconocen. Noam Chomsky, Norman Finkelstein, Jacques Derrida, Daniel Barenboim, Gerald Kaufman, Uri Avnery, Gideon Levy, Gilad Atzmon, entre otras voces disidentes, acalladas o denostadas por el Poder, lo denuncian al mundo. Los dirigentes israelíes aplican contra los palestinos una política criminal, desastrosa y suicida.
En los días del Septiembre Negro se atribuye a Golda Meir haber expresado: “¿Quiénes son esos palestinos? ¿Quién los conoce en el mundo?”. Su frase, tristemente célebre, resume la ceguera israelí, su desprecio por el otro. La tragedia de Israel es la imposibilidad de salir de sí mismo y de abrirse al otro, la imposibilidad de salvarse solo. En la guerra de exterminio no hay lugar para el reconocimiento de la otredad. Se empieza por negar al otro, por negar no sólo su causa, su lucha, sino sobre todo su identidad, su existencia, su derecho a la vida. Se acaba exterminándolo. El otro no es. El otro no existe. El pueblo del holocausto (Shoah) es incapaz de reconocer la limpieza étnica contra los palestinos (Nakba).
Siempre hay un motivo para el horror, siempre hay un nuevo episodio genocida de Israel contra Palestina, y siempre con el beneplácito y el apoyo cómplice de los Estados Unidos, la indiferencia o el silencio hipócrita de Europa y el “asombro” impotente de la comunidad internacional. Porque Israel lleva ya décadas aterrorizando, asesinando y despojando de mil maneras a los palestinos. A cada legítimo acto de resistencia palestina, pacífico o violento, responde siempre con una represalia cruenta y feroz. En 2006, buscando a un soldado secuestrado en Gaza, el ejército israelí asesinó a más de cien personas, entre ellas cuarenta niños. Ese mismo año, durante la guerra del Líbano, un ministro israelí amenazó: “Mataremos a diez enemigos por cada israelí muerto”. Astutos, fríos y “técnicos”, los israelíes siempre cumplen su palabra. Esa cifra hoy palidece. En 2014, cuando el demoledor ataque a la Franja de Gaza por aire, mar y tierra durante veintitrés días ininterrumpidos, Israel se cobró cien muertos palestinos por cada una de las trece víctimas israelíes. Mucho peor que los nazis, que ejecutaban veinte o treinta polacos, checos o húngaros por cada nazi asesinado por la resistencia. La desproporción es horripilante: 1,300 palestinos frente a 13 israelíes. Entre los muertos, más de 450 niños, 150 mujeres y 700 hombres, civiles y milicianos. Y más de cinco mil heridos, algunos de gravedad, muchos mutilados o bajo muerte clínica. Estas son las cifras frías del horror y la vergüenza. No me cabe duda: los israelíes se han convertido en los nuevos nazis.
Lo propio de los gobernantes israelíes, aquello que les condena inapelablemente ante los ojos de la humanidad, no es sólo su crueldad y su respuesta militar desproporcionada, o sus vergonzosas atrocidades, o sus crímenes abominables como la matanza de niños, o su menosprecio de la comunidad internacional, o sus viles mentiras divulgadas por sus embajadores y propagandistas por todo el mundo, o su falsa victimización, o su sistemática política de humillación y opresión, de saqueo y despojo, de exterminio lento y planificado de la población civil palestina, o incluso los monstruos que en su política demencial ha creado entre sus enemigos como reacción en contra (mírese como se mire, Hezbolá y Hamás son engendros suyos por vía negativa). Lo peor de todo es su aberrante inhumanidad: su falta absoluta de escrúpulos, de compasión, de moral y sabiduría, su insensibilidad frente al sufrimiento y dolor que inflige al prójimo, su incapacidad de aceptar al otro como igual en su diversidad y su dignidad. Said tiene razón: de Ben Gurion a Netanyahu, Palestina es sólo para Israel una ausencia.
Los judíos más lúcidos y honestos, y los israelíes más serios y morales, a quienes respeto, leo y escucho con atención, lo saben y lo reconocen. Noam Chomsky, Norman Finkelstein, Jacques Derrida, Daniel Barenboim, Gerald Kaufman, Uri Avnery, Gideon Levy, Gilad Atzmon, entre otras voces disidentes, acalladas o denostadas por el Poder, lo denuncian al mundo. Los dirigentes israelíes aplican contra los palestinos una política criminal, desastrosa y suicida.
Con cada bombardeo, con cada masacre, con cada agresión al pueblo palestino, Israel se descalifica y se deslegitima ante la humanidad. No hace sino fortalecer la resistencia y la persistencia palestinas. Salvo la militar, está perdiendo todas las otras batallas: la política, la ideológica, la moral, la mediática, la de opinión pública. Israel ha perdido la razón. Perpetra impunemente el terror de Estado y el genocidio en nombre de la seguridad y la autodefensa. Pero no escucha a nadie, no convence a nadie, salvo a sí mismo. La historia no cuenta. El suyo es el acto sangriento de un demente, vociferado con gran ruido y furor. Hoy no puede dar a nadie lecciones de moral, ni de sabiduría, ni de humanidad porque se ha descalificado y deslegitimado por completo. Sin sospecharlo, sin quererlo, pero sin poder hacer nada por evitarlo, corre hacia su propia ruina y perdición.