La gallina doméstica es una de las vidas más miserables. No conforme con haberle impuesto condiciones biológicas inútiles, la naturaleza le ha negado dotaciones esenciales.
Teóricamente es un ave, y, para aparentarlo, tiene alas, pero no vuela. De sangre caliente, su piel está cubierta con un plumaje espeso como un abrigo invernal, tormento que se agrava en ambientes tropicales. No disfruta de un bocado porque no mastica ni tiene paladar: traga en seco lo que se “come”. Duerme sobre sus patas haciendo equilibrismos suicidas sobre la rama de un árbol.
No comparte ocupaciones lúdicas. Está mecánicamente programada para acostarse con el sol. Se levanta antes del amanecer ¡a nada!; su vida se diluye en una andanza incierta, nómada y fastidiosa.
No disfruta el sexo porque, aparte de no tener apareamientos libidinosos como otras especies, su coito es forzoso y breve. Es torpe, medrosa e insegura. Cuando se siente amenazada pierde el sentido de la orientación. Se asea con un baño ¡de polvo! y festeja eufóricamente la puesta ¡de un huevo!
Hay gallinas humanas o humanos gallináceos. Seres anodinos, predecibles y huecos. Su esfuerzo más meritorio es no dejar que el otro haga nada distinto, porque para ellos el mundo solo funciona a su diseño. Existen, más no viven. Se amontonan en la insignificancia. No se atan a decisiones audaces; les huyen al ruido y a los compromisos, arrinconados en su propia “prudencia”.
Les cuesta soltar un paso más allá de sus patios. Andan a tumbos faltos de propósitos plausibles. Su existencia está atada al juicio ajeno; en ese designio solo cuenta la complacencia de los demás o recibir loas del corral. Sentirse confirmados en la estima de otros es suficiente motivo de vida.
La existencia los arrolla pero apenas lo perciben porque perdieron el sentido de la trascendencia solidaria. Saben que viven porque respiran. Nada les provoca ni les confronta. Nunca cruzan la frontera de sus intereses. No muestran debilidades ni flaquezas; no dejan nada al descubierto para evitar la reprobación o la crítica. Todos fallan menos ellos. Se apoyan en falsas seguridades. Mercadean su proyecto de felicidad como marca o modelo de realización.
Son genios en las críticas y héroes en las ausencias. Su presencia en el mundo es meramente demográfica. Se deben así y a sus logros. No se inmiscuyen en nada que los desafíe.
Los límites del mundo están determinados por lo que hacen y tienen.
Viven asustadizos, presintiendo lo peor en cada paso. Piensan que cualquier decisión medianamente osada lo desnuda o arriesga sus logros.
Gente pálida, adicta al confort y ajena a todo lo que no le pertenece; que evita los conflictos, congela la sonrisa, recoge la palabra y encuentra virtud en todo para no contradecir a nadie. Esos son los buenos de hoy: los prudentes y sobrios, reverentes de las formas socialmente correctas. Gente adaptada a un mundo temeroso y enclaustrado que premia el éxito individual y compite en bienestar. Ocupados en su mundo perfecto, honesto y correcto. Su obra está repleta de honorables omisiones y su talento reconocido y aplaudido como ejemplar. Esos son los héroes de hoy. Gente de bien en una sociedad de ausencias.
Me prefiero ratón; al menos muerde. Para mí, el aporte más solidario de estos seres es ¡dar un buen sancocho!