El poder ejerce una extraña fascinación entre quienes aspiran a insertarse dentro de la maquinaria de la burocracia pública. Tanto así, que muchos de aquellos que llegan “a disfrutar sus mieles”, una vez en su interior, olvidan su deber hayan sido o no elegidos por el voto popular, designados por decreto o asignados de buena fe con un cargo en cualquier gobierno.
Para muchos es sabido que en el sistema de partidos, la recompensa o la joya de la corona es asumir y ejercer el poder con toda la fuerza arrolladora que éste implica. Tanto así, que entre los que aspiran y llegan se bifurcan dos categorías auto excluyente: se es funcionario o se es servidor. Jamás un servidor podrá ser funcionario.
El primero se encaja en la maquinaria sórdida de la burocracia; mientras el segundo, tiene como anhelo cumplir su deber sin buscar algo a cambio. Es decir, la satisfacción del servicio sin esperar retribución alguna, más allá de la satisfacción personal emanada de su labor, disfrutar lo que se hace, dar lo mejor de sí y percibir un trato y salario dignos.
¿Por qué muchos gobiernos fracasan cuando se trata de poner en práctica políticas públicas que redunden en beneficio de los gobernados, si es que se tiene la suerte de vivir en democracia? Una de las razones consiste en definir esa línea de actitud entre los llamados empleados de gobiernos o servidores públicos.
Incluso, hasta se molestan cuando perciben que el beneficiado de su trabajo público le paga con la “ingratitud.”
La definición genérica de funcionario es: “En algunos países, persona que ocupa, en calidad de titular, un cargo o empleo en la Administración pública; o "alto funcionario", persona que ocupa un cargo jerárquico de confianza en la Administración pública y para el cual ha sido designada por las autoridades competentes en forma directa; por ejemplo, "los consejeros de los ministros son funcionarios."
Mientras que el servidor público se define como: “una persona que brinda un servicio de utilidad social. Esto quiere decir que aquello que realiza beneficia a otras personas y no genera ganancias privadas (más allá del salario que pueda percibir el sujeto por este trabajo.)
Por su parte, el funcionario se empeña en cubrir la forma y no el fondo, dentro de la escala de jerarquía y acorde con los lineamientos de política pública burocrática del partido equis. Para el servidor público responsable, servicio se traduce en llevar a la práctica labores de calidad y excelencia a la ciudadanía, la que en última instancia paga el salario de todos con sus impuestos.
La dificultad aflora cuando el funcionario presta un servicio a cambio de recibir algo de valor, legal o ilegal. Los científicos sociales le llaman quid pro quo. O espera ser remunerado con el agradecimiento eterno a cambio de lo que espera que haga y para lo que se le paga. Incluso, hasta se molestan cuando perciben que el beneficiado de su trabajo público le paga con la “ingratitud.”
El norte del servidor público marca otro derrotero. La disposición y la excelencia de su labor lo caracterizan, porque su paga está en la satisfacción del beneficiario de su esfuerzo. Disfruta lo que hace y está presto para decir presente, dando la cara cuando sea necesario y aportar la milla extra en beneficio del bien público. Y mejor aún: no espera algo a cambio, ni siquiera la gratitud del beneficiado.
De manera que la diferencia es oportuna. Se llega al gobierno a cumplir como funcionario o como servidor. El primero suele aferrarse al cargo, al dinero. Ventajas, honores, oportunismo, prebendas y al dispendio del erario público. Amén del desprecio simulado de aquellos a quienes debe servir. No poseen el cargo, son poseídos por el cargo y el erario público.
El segundo, servidor íntegro, lejos de las cátedras de Maquiavelo. Es mejor percibido por el público. Al ser evaluados por su entrega, esfuerzos, colaboración y aportes a la excelencia del servicio a los demás y el don de gente. Son mejor valorados por aquellos a quienes sirven. A fin de cuentas esa es la misión real. La elección es clara: usted escoja… funcionario o servidor.