En 2020 no festejamos el Día de las Madres por los estragos de la pandemia. Este año, los mayores de la familia, con dos dosis de vacuna y las alas que brinda la inmunización dentro del concepto de pseudo normalidad (con distanciamiento social), en el cual nos desenvolvíamos, ideamos un encuentro familiar en Puerto Plata. El momento estelar del festejo iba a tener lugar en El Cupey, en un sitio “al aire libre y muy ventilado”, apto para recibir a cuatro generaciones.

Queríamos creer, aun cuando era cuesta arriba, que el patrón dominicano de infección iba a ser, por milagro, sui generis. Oíamos que íbamos viento en popa, con el turismo y la economía, y que en nuestra isla encantadora no se hablaba de un tercer rebrote a pesar de los conglomerados de Semana Santa y los muchos desacatos que vemos a diario.

Funcionó la mística gubernamental del éxito de las vacunaciones y la idea propagandística destinados a restablecer la confianza de que éramos un lugar privilegiado que vive cierta normalidad, un país abierto a los turistas.

Después de año y medio de pandemia, que trajo a diario sus noticias e imágenes desgarradoras como las mutaciones del virus, reportajes sobre Brasil o la India, el hongo negro y el miedo a otras secuelas reales que padecen exenfermos, estamos todos cansados e inconscientemente ansiosos de volver a una forma de vida que se acerque a la que vivíamos antes.

Las autoridades a las cuales hemos dado nuestro voto de confianza permitían el regreso a clase de nuestros retoños en este preciso momento, era notoria la ausencia de retenes a la hora del toque de queda, veíamos las terrazas y los restaurantes alborotados, la gente sin mascarillas en los barrios más vulnerables y debajo de la nariz en centros comerciales, existía  una falta de control  de las pruebas PCR en los aeropuertos, todo lo cual dio riendas sueltas en nuestro caso a la ilusión que había llegado el momento de reunirse.

Era de las primeras en pensar que el gabinete de salud podía anunciar el cierre del Gran Santo Domingo para el fin de semana de las Madres, pero frente a las tímidas medidas, lo reconozco, estuve feliz porque teníamos todo el derecho de trasladarnos y proseguir con el plan.

Llamadas, Whatsapp, reservaciones, regalos y maletas, todo estaba listo para salir el viernes. Cundía la alegría. Nos íbamos a juntar cuatro generaciones de 97 años a 2 semanas de nacidos. Por primera vez en dos años íbamos a celebrar la vida con la familia casi completa.

Eso era sin contar con las informaciones cada hora más alarmantes sobre la situación del virus el país, las noticias de tal o cual persona enferma, el llamado del Dr. José Joaquín Puello del viernes por la mañana y la información sobre la muerte del joven Silvio Antonio Herasme en Bogotá.

La sociedad de infectología sugería, al mismo momento, que por cuatro semanas no se aceptaran más de diez personas en bodas, celebraciones religiosas o seculares, mítines, funerales, eventos artísticos y deportivos. Y nosotros pensando en reunirnos más de 20 personas, con un enemigo en pie de guerra, relajando una vigilancia que nos ha resguardado hasta ahora.

Mi madre decía: “el hombre propone y Dios dispone”. Con las maletas ya hechas surgieron las dudas, por los chicos que siguen una enseñanza semi presencial en sus colegios, y por los adultos jóvenes que aun  no tienen la segunda toma ni  a veces la primera.

Se unieron las noticias del incremento de la enfermedad en Puerto Plata entre conocidos y, sobre todo, surgió la pregunta de saber si no nos estábamos dejando llevar por la falta de responsabilidad imperante, cediendo a nuestros anhelos individuales de normalidad y libertad.

La ambigüedad de querer aparentar a todo precio que todo anda bien para no espantar el turismo y no cerrar la economía, apostando a una exitosa campaña de vacunación, es un riesgo que ha asumido el gobierno cediendo sin lugar a dudas a la presión de los grupos ecónomicos y turísticos que no pueden hacer olvidar que la salud va primero.

Ha faltado una campaña agresiva de prevención y de explicación sobre la necesidad de las vacunas y sus limitantes, las nuevas cepas y sus peligros, el cambio de síntomas que acarrean y el peligro al acecho más enraizado y letal que hace un año.

Cuesta abrir los ojos y admitir que en Santo Domingo hay más Covid que nunca, mucho más a la hora de escribir estas líneas que durante los largos días de encierro del año 2020 cuando, sin muchas informaciones, tratábamos a cualquier persona como un apestado.

Hoy en Delhi, la capital de la India, la positividad está en 3% y la apertura después de un confinamiento total de seis semanas, será solo para la construcción y las fábricas, dejando cerrados los comercios y demás actividades. Entre nosotros, según el reporte publicado el lunes 31 de mayo, la positividad  diaria está en  20.80%  y su promedio de las últimas cuatro semanas alcanza   15.01 %.

Es precisamente en este momento, cuando circulan variantes mutantes con cepas más agresivas, que el país paga las aglomeraciones, el teteo, el laxismo, la falta de conciencia social ciudadana y la propaganda subterránea de los antivaxs.

El actual rebrote desvela una y otra vez el impacto emocional provocado por la pandemia, nuestra vulnerabilidad, nuestros miedos y, a la vez, nuestro anhelo y necesidad de normalidad que nos hacen frágiles a los cantos de sirenas. Al final, solo son las estadísticas y las experiencias vividas las que hablan.