-Hay orden de matarlo y tenemos que salvarlo- me dijo el rumano.

Santo Domingo,19  de febrero del año 1973, Edificio Shell, Avenida Máximo Gómez, cuatro y media de la tarde, a tres días del asesinato de Francis Caamaño Deñó.

Somos proyecciones de una matrix holográfica y nuestras vidas están repletas de flashbacks que son parte integral de nuestra historia como seres humanos.

Me encontraba de vacaciones y el rumano me había enviado a buscar de emergencia en su carrito Wolkswagen.

-“Adió, aquí no hay cárcel pa’ un hombre como ese”, dicen que dijo el tirano ilustrado cuyas órdenes, de acuerdo con la costumbre de la época, eran fielmente interpretadas por sus generales.

“Realmente él nunca da órdenes de matar a nadie”, comentó en mi presencia uno de ellos. Sin embargo, ellos interpretaban sus palabras que luego se convertían en “crímenes de estado”. ¡Qué destino el nuestro!

– Lo tengo escondido en mi casa porque lo andan buscando y hay órdenes de matarlo dondequiera que lo encuentren. Tenemos que salvarle la vida cueste lo que cueste- así me dijo el rumano con las pupilas dilatadas.

– Por favor, regrese a Washington de inmediato y entregue este mensaje a estas tres personas- Ahora solamente recuerdo sus apellidos: Kennedy, Stephansky y Crimmins. Tres nombres como tres templos, como en la Santísima Trinidad o en el Escudo Dominicano (Duarte, Sánchez y Mella). Tres clarinazos en la oscuridad de una larga noche cavernaria.

Lo interesante del caso es que el hombre a quien le salvamos la vida falleció muchos años después sin sospechar siquiera que fui un instrumento del destino que le prolongó la vida antes de que Dios se lo llevara a su Reino.

Nunca se lo dejé saber ni le pasé factura cuando estuve buscando trabajo en Santo Domingo. Compartimos después muchos momentos, tanto en Dominicana como en Nueva York y en Washington. Nunca le mencioné el asunto y dudo que él estuviera enterado. Fue una luminaria que no pudieron apagar sus adversarios pero los intereses creados de siempre no le permitieron llegar a la “silla de alfileres” del Palacio Nacional de su país.

El nombre del rumano que lo escondió en su casa era el de Sacha Volman.

Al que le salvamos la vida el gobierno le concedió hipócritamente un salvoconducto para que saliera del país, exactamente dos días después de que en el Congreso  Estadounidense se pegara el grito al cielo y las tres personas arriba mencionadas se encargaran de “remenear la mata”, como se dice en Borinquen.

El estrés desmedido, debido a la frustración política y a los desmanes del constante ajetreo salvaje al que estaba sometido, le causaron un cáncer del páncreas que se lo llevó a la tumba antes de tiempo.

Su nombre completo: José Francisco Peña Gómez. Lo demás es historia patria.