Todo parece indicar, salvo sorpresa de última hora, que las próximas elecciones de Argentina estarán marcando el fin de un ciclo político en América Latina. Que a partir de ahí vendría una reacción en cadena de caída de gobiernos de larga data en la región. En gran medida, caída por agotamiento, por cansancio de la gente con la misma cosa tanto tiempo. Pero además por el fin de un ciclo económico.
El período que va desde el 2004 hasta una década después tendría que ser considerado como la década de oro de América Latina, exceptuando solo el año 2009, por el impacto derivado de la crisis financiera mundial. Todo ello, hasta que el aminoramiento de la expansión económica de China dio al traste con años de gran demanda y altos precios del petróleo, del cobre, del trigo, de la soya, del hierro, del maíz, del azúcar, de la carne…, y de casi cualquier producto primario de los cuales nuestra región es tradicional exportadora (por casualidad, excepto las islas del Caribe, a quienes nos beneficia la baja).
Pero hablamos del fin de un largo ciclo político, con fuerte participación de gobiernos de izquierda o de pseudoizquierda, pues algunos resultaron unos farsantes corruptos. Cada uno de nosotros podrá tener su propia percepción sobre estos gobernantes, influida por sus particulares circunstancias, concepción ideológica y por el permanente bombardeo de la prensa internacional.
Para un economista acostumbrado a valorar muchas veces las cosas en base a cifras estadísticas, encontrará siempre elementos negativos, pero a la larga también habrá que reconocer valiosos elementos positivos en la gestiones de estos políticos. Probablemente con el tiempo, colocando en balanza ambos elementos, cuando se pueda evaluar su desempeño sin las pasiones que genera el calor de las discrepancias coyunturales, y al compararlos con lo que ha sido la historia de los tradicionales caudillos regionales, a algunos de estos (solo algunos) dentro de algunas generaciones la sociedad terminará levantándoles monumentos. Por una simple razón.
No fue que encaminaron a sus sociedades hacia un proceso sostenido de desarrollo económico; las mismas dificultades actuales confirman que la prosperidad fue temporal y respondía a una coyuntura.
No fue que hicieron cambios trascendentales para conducir sus países a una revolución educativa como hicieron los asiáticos.
No fue que mejoraron las instituciones, pues a casi todos se les metió una seguidilla y adoptaron formas autoritarias en que terminaban domesticando cada vez más el resto de los poderes públicos, con todos sus efectos.
No fue que erradicaron la corrupción, pues esta siguió como en sus viejos tiempos, ahora con nuevos protagonistas.
Fue, sencillamente, porque aprovecharon el ciclo económico positivo, captaron una parte de los excedentes generados a partir de esa dinámica comercial para dirigirlos a favor de su gente. Fue que redistribuyeron el ingreso, y en eso sí que se diferencian de casi todos los gobiernos anteriores.
Toda la vida, en la historia de América Latina, ha habido épocas de crecimiento originadas en esos ciclos de los bienes primarios o en el periodo de la industrialización sustitutiva. Pero toda la vida los beneficios iban a parar exclusivamente a manos de una élite privilegiada que controlaba la riqueza, los vínculos del poder político y los instrumentos del Estado. Fue que ahora bajaron la pobreza y disminuyeron la desigualdad. Y eso, que se diga, en nuestra América Latina, es decir una gran cosa. Sigue siendo la región de mayor disparidad social en el mundo, pero la atenuaron.
Es notorio que también usaron parte de los excedentes para reducir la deuda pública, en una época en que había una gran tentación para seguirse endeudando, en virtud de que andan los capitales por el mundo buscando refugio, y la región les ofrecía un gran atractivo. Además, algunos acumularon reservas para poder atenuar al impacto del ciclo malo cuando llegara, como al efecto ha ocurrido. Ese es otro mérito. Pero lo de mayor trascendencia fue comenzar a pagar una parte de la deuda social.
Y puestos a escoger, tendríamos que reconocer que no todos han sido iguales. Si nos dieran la opción, evidentemente que cualquiera hubiera preferido que le tocara un José Mujica o una Bachelet. Claro está, independientemente de las condiciones personales habría que entender que Uruguay y Chile son dos países especiales, con estados más fuertes que el promedio, en que las instituciones y la cultura están en capacidad de contrarrestar los desafueros del caudillismo. De todas formas, a la larga habrá que reconocerles méritos también a los Evo, Correa, los Kitchner-Fernandez, los Lula-Roussef. Obviamente, a quien nadie habría querido que le tocara era el dúo Chávez-Maduro.