(A  Miguel Angel Aza, transeúnte de la cotidianidad)

Toda ciudad del mundo se representa inquieta; aún cuando duerme,  respira una atmósfera donde se sienten sus sugestiones, sus proyecciones alegóricas, su pensamiento, el sentir del ser humano, la voluntad que despide por cada escena, con sus intermedios, con sus columnas simbólicas, con su permanente soledad, a  veces,  clara, a veces,  oscura… 

Una ciudad es una copia al carbón de la vida, un tiempo, un drama, un morir viviendo; la metáfora informal de una sociedad que debate ideas sobre sí misma. Una ciudad se nutre de símbolos, del carácter crítico de sus gentes, de los instantes dictados por conciencias heroicas. Una ciudad existe por los juicios que se hacen sobre ella, por la fusión del pensamiento con las acciones, por la densidad dialéctica de sus personas. 

Los individuos de la ciudad son el volumen intelectual de una época, y se pasean como leyenda por la historia que un pueblo desarrolla como abstracción. Toda ciudad  es una repercusión  de ideologías, de esencias opuestas, de míticas señales, de luchas entre los opuestos sobre la arcilla de la muerte. 

Es así como con asombro entiendo a la ciudad, como un espacio fecundo que se explica por el pasado, el presente y la posteridad, con un relativismo comunicativo que nace desde el misterio del ahora, desde el asomo de una lista de páginas interminables, desde la fuga irreal de la rebeldía. 

Cada ciudad tiene palabras inéditas, un día de primavera íntimo, entonces cuando esto ocurre, los ojos  se pasean por el movimiento de los estados de ánimos que encierra la rutina. 

Ir por la ciudad es creerse diferente; es surgir desde una infinidad, muy inmensa, de cosas verosímiles. Yo he sentido  parte de esa ciudad inédita porque soy extraña a ella, aproximándome a su piadosa mirada. 

Hoy estoy segura de no conocer su propósito ni la arquitectura que se levanta hasta el cielo, porque huyo de sus fantasmas, de la elocuencia errante de sus dramas; huyo sin disipar mis dudas, abandonada  a mi suerte. 

Tengo  miedo de la ciudad. Insisto en aislarme, en creer en la ausencia, porque ¿acaso hay real-realidad? ¿Existimos afirmándonos? 

La ciudad es un valle de arcos de  luz; es el mundo, mi mundo donde me confieso. Me duele afirmar que los astros están llenos de figuras difusas, que un manuscrito es el silencio subrayado de la sonrisa. Nada en la ciudad tiene naturalidad perfecta. Todos nos desdoblamos ante el espectáculo del olvido, convulsionando como suicidas. 

No sé qué es vital, si huir sin advertir a los rivales o perecer en una agitada angustia, en un árbol atento a la desventura. 

Entonces conozco el orden de mi ciudad marina. Invado sus calles, y sé que nadie me ve, porque reprocho, a los segundos, a los sueños que tuve, a las promesas calladas que alimentaron mi alma. No puedo obedecer a la mentira de mis sueños, porque nadie responde a mis palabras ni aún la voluntad. 

Ahora duermo en la apariencia de la noche, de espaldas a la ciudad como una ermitaña errante.