Podría resumir lo afirmado hasta aquí, al decir que con la posición que asume Nietzsche ante la metafísica, esta elimina su propia posibilidad esencial, su permanencia como principio, como valor directivo.
Lo supremo, lo suprasensible se desvaloriza, se anula y se convierte en pura apariencia sensible. Se transforma en lo mutable, de ahí resulta su estadio disolutivo como alteración del lugar de los principios.
Lo principal pierde consistencia histórica, lo directivo y trascendental pierde su función primordial. El principio pierde su carácter supremo e inmutable, y lo sensible y temporal se interpreta como lo fundamental y primario.
La inversión nietzscheana convierte lo suprasensible en un genero de lo sensible, de lo aparente, de lo perceptivo desprovisto de toda consistencia, de todo ser. Empero, lo sensible es el sentido de la tierra [Zaratustra].
La destitución de lo suprasensible suprime también lo meramente sensible, al suprimir el carácter binario diferencial que caracteriza los términos extremos de la metafísica y con ello suprime la diferencia entre ambos. La diferencia actúa como planicie. El horizonte de lo diferente se anula.
Platón como maestro de Aristóteles, marca la diferencia en que se sustentarán los mismos principios que su discípulo adopta de su enseñanza. Por un lado, está lo que gobierna el mundo, el principio, que es –según la jerarquía en que se estructuraría el mundo–, vendría nombrada como la idea, esto es, lo que se manifiesta como lo permanente.
Platón adopta para designar los principios de los entes, una palabra que antes de que él decidiera darle el significado de principio de los entes era una palabra común.
La Idea estaba a significar lo que se ve en algo, por ello vendría a ser, el núcleo o lo característico de un ente, su esencia, su consistencia.
Dicho de una manera sumamente sencilla, la idea representa, en la construcción lingüística de la proposición, el adjetivo, que es lo primero que nos indica, al guiar nuestra mirada a la consistencia de algo, su cualidad, lo qué aparece como el ser de algo.
Posteriormente, Platón designaría al corazón de las cosas, a su cualidad, a aquello que en nuestro observarlas nos indica de manera inmediata lo que se revela como tal ente, en cuanto que, para saber en que consiste, nos dejamos guiar por lo que se muestra como su ser de manera inmediata.
Así, si dirigimos la mirada a lo que llamamos como un balón, percibiremos qué es, pues ya de antes sabemos que todas las esferas son redondas.
Platón estima que lo que aparece ante los ojos del entendimiento, y como imagen inmediata del objeto, la idea, es lo que define lo que algo es, captado en una aprehensión mental, intuitiva. Esto sería el principio-imagen inmutable y directivo de dicho ente, el éidos. [Término griego εἶδος que indica el aspecto exterior, con significado de forma, aspecto, tipo o especie que en Platón adquiere el significado filosófico de teoría de las formas].
Cada globo que encontramos puede tener diversos tamaños, colores, texturas, firmeza o estar confeccionadas con diferente material, etc., pues cada una de estas, son cosas mutables y perecederas, pero la idea de una esfera es lo que es característico, lo que es común a todas ellas y en cierto sentido es inmutable.
En pocas palabras, para Aristóteles tal como lo define en la Metafísica, Lentísimo viene a significar el principio supremo que dirige el todo: el Theos, Zeus, el Dios.
Por esta característica de consistencia, de principio directivo que es común a todos los entes que identificamos como una esfera, este sería el grado directivo, jerárquico, inmutable que es lo común a todos los entes que participen de esta idea, es por ello que para Platón, lo objetivo, el sujeto o idea que constituye la rotundidad participaría como la esencia del Ente.
Así todas las cosas del mundo, desde las piedras, los líquidos, los seres vivos que él denomina como irracionales, es decir, los animales, y los seres vivos racionales, y así discurriendo, serían seres individuales y perecederos, es decir mortales, entes sensibles, mientras que las ideas son la parte del mundo que constituyen los principios o los arquetipo que gobiernan el mundo y serían de alguna manera inmutables, imperecederas y el fundamento del ser.
Pero tanto para Platón, como para Aristóteles, las ideas se van organizando en un esquema único jerárquico que se encuentran presididas por la idea del Bien.
El Bien como idea suprema es la imagen de lo perfecto, de lo excelente, de lo insuperable, de lo pleno.
En sentido religioso vendría a cumplirse como la idea de Dios. El bien sería lo supremo, de donde emana todo cuanto es y sería, además, el fin que todo ente busca alcanzar como plenitud para llegar a ser plétora, saciedad.
Insisto que cuando se habla de la idea del bien o de éidos, tanto Platón como Aristóteles se refieren –más o menos a lo mismo,
Claro que hay diferencias entre ambas concepciones, pero en lo esencial ambos pensadores ven el mundo dividido en dos regiones binarias diferentes. El ámbito de lo divino, de lo suprasensible, del poder y la fuerza, y el entorno de lo perecedero, de lo sensible, de lo endeble.
En mi artículo anterior señalaba que la crítica que realiza Nietzsche constituye la inversión de la metafísica, que está en el origen del pensamiento occidental. Y en consecuencia, el paso que realiza el pensador alemán se configura como el momento de su acabamiento, de su término, de su cumplimiento, de su destrucción o desmontaje.
Este proceso de trasformación y transposición de la Metafísica que va a conducir a su pensamiento a constituir, como señalaba en ese mismo artículo, a dar origen de una genealogía del nihilismo, podríamos tomarlo como punto de partida simbólico, metáfórico del fenómeno del asesinato de Dios, tal como lo describe en el aforismo 125 de su obra, La gaya ciencia y en los cinco libros del Zaratustra.
Este proceso que trato de describir ahora como la inversión de la metafísica, lo consigna nuestro autor, en sus obras finales, las descubre como un proceso histórico que denomina como El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa con el martillo. [“Título original: Götzen-Dämmerung oder: Wie man mit dem Hammer philosophirt, Friedrich Nietzsche, 1889. Traducción: José Carlos Mardomingo Sierra. Barcelona, España]
Los criterios que eran considerados al inicio del pensar occidental como los valores supremos, vienen a revelarse, al final del siglo XIX, desde la genealogía de la modernidad como puros ídolos huecos.
Nietzsche utiliza en la última fase de su filosofía para nombrar este descubrimiento: Filosofar con el martillo.
El martinete a que se refiere Nietzsche es de un tipo fragil, ligero. Del tipo que utilizan los arqueólogos y les sirven para explorar las figuras endebles, que con un tenue golpe de mazo dejan intuir lo que reguardan más o menos en su interior.
Asi lo que era considerado como lo más firme, los principios o valores supremos, se revela como lo más fragil, como pura crosta.
En el libro a que hice referencia hace un instante hay un breve fragmento inmenso que explica todo lo que vengo intentando manifestar en los anteriores ensayos de esta serie.
Lo copio tal cuál es, pues creo que si se toma en cuenta la explicación anterior y si se ejerce un poco de serena reflexión, se captará a plenitud lo que he intentado describir en las últimas semanas.
Cómo el mundo verdadero terminó por convertirse en fábula: Historia de un error.
1. El mundo verdadero, alcanzable para el sabio, el piadoso, el virtuoso: viven en él, son él.
(La forma más antigua de idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Otra manera de expresar la tesis «yo, Platón, soy la verdad»).
2. El mundo verdadero, inalcanzable por ahora, pero prometido para el sabio, el piadoso, el virtuoso («para el pecador que hace penitencia»).
(Progreso de la idea: se hace más sutil, más capciosa, más inasible; se hace mujer, se hace cristiana…).
3. El mundo verdadero, inalcanzable, indemostrable, imprometible, pero ya como pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo.
(El viejo sol en el fondo, pero a través de la niebla y el escepticismo; la idea vuelta sublime, pálida, nórdica, regiomontana).
4. El mundo verdadero, ¿inalcanzable? En todo caso inalcanzado. Y en tanto que inalcanzado también desconocido. En consecuencia, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?…
(Gris comienzo del día. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo).
5. El «mundo verdadero» —una idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera es obligante—, una idea que ha llegado a ser inútil y superflua, en consecuencia una idea refutada: ¡decretemos su abolición!
(Pleno día; desayuno; vuelta del bon sens y de la jovialidad; rubor de Platón; diabólico bullicio de todos los espíritus libres).
6. Hemos abolido el mundo verdadero: ¿qué mundo queda?, ¿el aparente quizá?… ¡No!, ¡con el mundo verdadero hemos abolido también el aparente!
(Mediodía; instante de la sombra más corta; final de error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA).