Ustedes se preguntarán qué lazos pueden tener dos países tan lejanos el uno del otro como la República Dominicana y las Filipinas. Por un lado, un archipiélago del extremo oriente; por el otro, una media isla del Caribe. Ambos países, rodeados por mares tropicales de extrema belleza, predominantemente católicos, son naciones en vía de desarrollo y de intensa emigración.

Hoy en día, con sus más de 100 millones de habitantes, las Filipinas son uno de los principales países de emigración del mundo y los fondos que sus migrantes envían a sus familias representan más del 9 % de su PIB.

Esta cifra se acerca a la proporción que representan las remesas de los emigrantes dominicanos en el PIB nacional que, para 2018, según datos del Banco Mundial, fue del 8,5% de nuestro PIB, para una población de más de 10 millones de habitantes.


La mundialización ha derivado en un crecimiento de los flujos de mercancías y de trabajadores a escala planetaria. La diferencia de niveles de vida entre los países del mundo contribuye a este movimiento.

El costo del transporte marítimo, principal vector del comercio mundial, se mantiene bajo gracias al empleo de marinos provenientes de países de bajos ingresos. Estos migrantes de nuevo tipo dejan sus hogares por varios meses sin instalarse en ninguna parte.

En la actualidad, los filipinos forman el más importante contingente de marinos del mundo bogando en todos los océanos, sobre todo tipo de cargueros ocupando, en su gran mayoría, los puestos subalternos de la escala.

Las difíciles condiciones de la navegación hacen que estos marinos pasen, a veces hasta nueve meses en el barco, haciendo frente a menudo a desajustes emocionales y psicológicos severos, bajando raramente en las escalas y sólo por algunas horas como mucho.

Y es así que desembarcan en nuestros puertos hombres de todos los horizontes, cuerdos y no cuerdos, con sus ansias y desesperaciones. Y es así que muchos filipinos bajan a tierra en el puerto de Haina que, como todos los puertos del mundo, tiene sus zonas de sombras, de prostitución, de tráfico de drogas, de tolerancia favorecidas por la corrupción generalizada que empaña nuestra vida institucional y las condiciones de vida patéticas de nuestra gente.

Haina, como muelle y zona industrial ha atraído una migración interna proveniente del sur profundo, de Barahona y San Juan, en búsqueda de una mejor vida. Sin embargo, los sueños se convierten rápidamente en infiernos y la gente acaba por vivir hacinada en los barrios miseria de la ciudad.

La realidad del sector es terrorífica. ¿Qué no se hace por un puñado de dólares en condiciones de desesperanza? La trata, la prostitución de adultos mujeres y hombres, así como la de menores, es una realidad espantosa en Haina.

Hay casas de prostitución de menores, cuyas direcciones le dan la vuelta al mundo, frecuentadas por marinos filipinos y de otros lares que pasan allí sus pocas horas de ocio en tierra dominicana, desenfrenados y fuera de todo control social. 

Las modalidades de la explotación sexual han cambiado y, actualmente, las mujeres trabajan cada vez más en sus propias casas sin pasar por clubes o centros “especializados”, colocando a todos los miembros de la familia frente a comportamientos sexualizados.

De este modo, las niñas son expuestas desde su más tierna infancia a la violencia y al trabajo sexual, que ven como un modo natural de subsistencia, y a situaciones que empañan su desarrollo sano y el de sus familias.

Hay temas de los cuales no se habla porque molestan, dan mala conciencia, ofrecen una imagen pesimista y sórdida de la sociedad. Sin embargo, están clavados y enclavados en nuestros barrios.

Al borrar los temas molestosos nos hacemos cómplices de la explotación sexual y de la miseria que permite todo tipo de abusos y donde niños y niñas son las víctimas de hoy y los adultos heridos de mañana.