Comienzan las glorias de la revolución cubana con un gobierno civil. Dura poco. Fidel se declara marxista y Jefe absoluto. Conforma una estructura comunista de gobierno. Cada organismo responde al mandato del “Líder Máximo”, a lo Stalin.  Rusia carga con las cuenta de la utopía, y con las de unas fuerzas armadas de poderío nunca visto en la región. El servicio de inteligencia DGI rivaliza con el de las grandes potencias. Se sacude del imperio del norte y depende del soviético.

Las izquierdas y medio mundo vitorean, no  cuestionan: son genialidades del Padre. El pueblo aparenta llevar un protagonismo alentador, la revolución parece florecer. Celebramos la llegada de un Mesías con vocación de reinar sobre la faz de la tierra.

Reinhold Neibuhr, enjundioso politólogo, explica: “El poder es un veneno que ciega los ojos de la percepción moral, atribuyéndose el individuo una porción exagerada de privilegio social…” Fidel no es inmune a ese veneno, y se agrava su reconocido narcisismo. Padre, y al mismo  tiempo Hijo de la revolución, se ocupa de esparcir la doctrina por todo el planeta, como lo hiciera Jesús. Para esos fines cuenta con el Che Guevara, ideólogo de la expansión  marxista

Promueven guerrillas rojas en Guatemala, Nicaragua, Perú, Colombia, Venezuela, y lo intentan en Argentina; se extiende hasta el Congo y Angola; asisten en Etiopía y Siria. El fracaso fue rotundo en cada intento. El internacionalismo murió junto a miles de soldados cubanos y al Che en la aldea boliviana de la Higuera. El desastre de la expansión apenas rozó el prestigio de Castro: fracasaron el Hijo y un Apóstol, siguió reinando el Todopoderoso y el Espíritu Santo.

El bienestar parasitario de la revolución, atribuido a la genialidad gerencial  del Hijo esclarecido por el Padre, se desploma en tándem con el comunismo ruso. Desaparece el milagro, la realidad demuestra que el trabajo del Omnisciente resultó en fantasmagoría. Ni la economía redentora ni las zafras mediáticas dieron fruto alguno. Entonces el gobierno sucumbe, entra en “Período especial”; inevitable ante la ineficacia del aparato productivo comunista. El pueblo ni gobierna ni vota ni come.

Pasa en todas las religiones: las debilidades y los pecados deben tener un origen externo, un chivo expiatorio: Satanás. “No me culpes a mí, culpa al demonio”. “Échale la culpa al diablo”. De ahí, resurge con fiereza la única explicación del fiasco revolucionario: el “imperialismo yanqui”. Fidel lo reitera en somníferos discursos,  convirtiéndolo en dogma. El Hijo predica contra un demonio responsable de las siete plagas cubanas.

A todo esto, sin reparar en la propia ruina, sigue prodigándose. Envía ayudas humanitarias a zonas críticas del mundo con una generosidad solo posible desde una prosperidad que su gobierno no tiene. Muchas de esas ayudas pasaron a ser cantera de dólares. La exportación de médicos de atención primaria es sólo un ejemplo.  Esa cuestionable solidaridad es aceptada como una bondad suprema; aun sabiendo que por detrás, esa paloma blanca, recibe chorros de petróleo y dólares venezolanos, y administra importantes negocios en África.

En la actualidad, intelectuales y políticos de izquierda rechazan cualquier cuestionamiento al régimen revolucionario. El mito bloquea el pensamiento objetivo y minimiza, o no les deja ver, el colapso. Y los creyentes de la trinidad castrista aseguran que perdurará por los siglos de los siglos.