(A propósito de aperturas)
Al analista independiente, que ausculta tendencias y lideratos políticos, no deja de sorprenderle que, a pesar del innegable fracaso de la revolución cubana, el culto a su líder, Fidel Castro, continúe siendo considerable entre intelectuales y segmentos no desdeñables de población desde el Polo Norte hasta el Polo Sur. El dictador, creador de una dinastía petrificada en el poder por más de cinco décadas, es tan autócrata como Fulgencio Batista, a quien él derrocara el 1º de enero de 1959. Santificado y mitificado en sus comienzos como enemigo de tiranías y de imperios, medró de la Unión Soviética y nunca restauró la democracia.
¿Cómo entender que el rechazo unánime a regímenes militares, y una defensa constante a la libertad de expresión y de pensamiento, propuesta un mayoría de pensadores iberoamericana, terminase venerando a un caudillo? ¿Qué puede haber sucedido a parte de esa “intelligentsia” para defender tal contradicción? ¿Tenemos respuesta a esa paradoja? ¿Es lógica esa adhesión doctrinaria a formas de gobernar que fracasan una y otra vez? ¿Es posible virar la cara y no enfrentar la realidad?
Puede que exista una clave, un santo y seña, una ventana, que permita asomarnos a la razón de esta sin razón, puesto que en ella insisten mentes esclarecidas y bien intencionadas. Haré un esfuerzo para intentar resolver el acertijo, consciente de que al hacerlo me expongo a ser blanco de rabietas extremas, que estallan al cuestionarse las virtudes del Comandante.
El prestigio mundial de ese personaje histórico, que todavía hoy sigue acaparando titulares, podría sustentarse en una metamorfosis, conversión, si se quiere, sufrida por su persona en el imaginario colectivo. Ha quedado convertido en un ente trinitario; en una triada parecida a la santísima trinidad católica; que no por ser absurdo de fe deja de tener filiación multitudinaria.
“El líder indiscutible” ha pasado a ser Padre, Hijo, y Espirita Santo. Tres personas en una, con influencia y funciones diferentes. Adorado en cada una y en su totalidad por la feligresía. El Padre: “Dios era el Verbo y el Verbo era Dios, por Él se hizo todo y nada llegó a ser sin Él”. El Hijo: un mesías que llega a nosotros con doctrina, milagros y crucifixión. El Espíritu Santo: la gracia, la inspiración, la belleza, el amor; “bondad de naturaleza angelical”.
Si la doctrina transita por épocas críticas y clavan a Jesús en la cruz, queda siempre un Dios todopoderoso. Si agobiaban dudas sobre el Creador, permanece el Espíritu Santo, esa paloma blanca que brinda confianza y tranquilidad; fortalece al Hijo y despeja la ambigüedad sobre el Padre. Es un triángulo imbatible, permanente protector de la fe. Es acotejo de tres que son uno.
Desglosaré esa metáfora católica puntualizando similitudes con en el culto castrista. Recordaré detalles históricos en la génesis de la metamorfosis. Esbozaré las características del personaje, indispensables a la hora de entender el fenómeno. El momento histórico, las expectativas colectivas y la personalidad del líder, estructuran el mito. No tengo decidido si comenzaré con el Padre, el Hijo, o con el Espíritu Santo. Ya veremos.