Vivimos en un mundo de violencia mediática que nos muestra imágenes insostenibles, titulares dramáticos, fotos de muertos ejecutados o de heridos sangrientos, todo en tiempo real.

Al albor de 2020, nuestro país se ve sacudido por un recrudecimiento de los feminicidios como para recordarnos que la satisfacción con la cual el Procurador General de la Republica anunciaba en noviembre pasado la disminución de estos asesinatos era solamente un efecto de propaganda.

Parece poco probable que el más alto funcionario judicial desconociera que el Código Penal vigente no admite el feminicidio como un tipo de crimen diferenciado, lo que no permite establecer una clara tipificación y crea confusión entre un asesinato considerado como feminicidio y un homicidio de mujeres.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) computa tanto los feminicidios como los homicidios contra la mujer y ofrece en sus estadísticas un panorama mucho más cercano de la realidad de la violencia que impera contra la mujer. Es a partir de estos datos que encabezamos la lista de países con mayor incidencia de feminicidios para la región.

Según Participación Ciudadana es probable que la PGR, a causa de esas diferencias de tipificación y conceptualización, esté reportando 37% menos casos de feminicidio en promedio desde 2016.

Los bochornosos episodios de inicio de año colocan de lleno el tema de la violencia intrafamiliar y de los feminicidios en la palestra de 2020. 

La violencia que nos atañe es un problema estructural multifactorial directamente conectado con el carácter autoritario y patriarcal de nuestra cultura, es decir, el machismo. Guarda una estrecha relación con la carencia de oportunidades, con la desigualdad social y con la marginación de una parte considerable de la población.

El machismo es un comportamiento social que se asienta en prejuicios que vienen del hogar, donde se asumen como naturales ciertas ideas y actitudes que denigran a la mujer y que se ven reflejadas en la forma de actuar de los padres y en su trato con sus hijos e hijas. Se traduce en formas de prepotencia, de violencia diaria a través del maltrato y abuso físico y verbal. Desde las palabras y frases cotidianas y sutiles hasta los insultos, las amenazas, los golpes y, en su forma más extrema, el feminicidio.

Los modelos de ser hombres están asociados a la fuerza, a la agresividad, y a todo un conjunto de atributos, valores, funciones y conductas que se suponen esenciales al varón y que son reforzadas y retroalimentadas por nuestro medio, algunos de nuestros líderes políticos, la sociedad de consumo, los medios de comunicación y las redes sociales. Nadie se vuelve violento de la nada.

Gran parte de nuestra gente vive en un mundo de carencias que produce un subdesarrollo emocional que origina una falta de posibles ajustes. La extrema pobreza física y espiritual que impera, a menudo, en nuestros barrios provoca múltiples trastornos de personalidad desde la misma niñez, a los cuales no se presta atención.

Los hijos e hijas de madres menores de edad, de familias donde impera el abuso intrafamiliar y el maltrato infantil, de padres muertos por balas, perdidas o no, de madres asesinadas por feminicidios, de padres y madres usuarios de drogas, de menores víctimas de trata y explotación sexual, forman una masa social invisibilizada. Sus integrantes sufren en su mayoría de baja autoestima, de patrones de apego inseguro y que, encerrados en un círculo vicioso, buscan en la vida adulta afecto en formas disfuncionales.

Frente a la ola de violencia y de feminicidios se perciben  cambios en el campo de la conciencia de algunas mujeres, que empiezan a percibir que una relación puede ser tóxica pero que, sin embargo, no pueden salir del ciclo en que se encuentras atrapadas, sin ayuda especializada. Nunca es fácil romper con una persona a la cual la pueden atar sentimientos profundos, hijos, intereses económicos y sociales tomando en cuenta, además, que este tipo de relaciones genera en las víctimas una falta de autoestima, sentimientos de culpabilidad, inseguridad, miedo social y soledad.

Como lo reclama la Alianza por el Derecho a la Salud, entidad integrada por unas 56 organizaciones sociales, el Estado debe asumir, una cultura de paz y de respeto de la vida de las mujeres, con la implementación de políticas preventivas de violencia de género en el sistema escolar en todos sus niveles y en todos los ámbitos del sistema educativo público y privado.

Estas políticas deben abarcar la atención a la violencia de género en el sistema de salud, estando orientadas a la protección y atención de víctimas y victimarios para evitar feminicidios y posteriores suicidios.

Deben incluir igualmente políticas judiciales efectivas y el establecimiento de un nuevo marco legal que cree el Sistema de Atención Integral para garantizar prevención, atención y sanción con el fin de erradicar la violencia contra las mujeres en todas sus formas.

Ahora bien, la violencia no es responsabilidad exclusiva del Estado, es un fenómeno que atañe a la sociedad en su conjunto. En un año electoral tan importante como es 2020, corresponde a los partidos y a la ciudadanía jugar un papel fundamental.

Los partidos y dirigentes políticos no deben seguir respondiendo a un fenómeno social tan grave con declaraciones vagas y propuestas aéreas.

Llegó la hora que, desde la ciudadanía, las propuestas de partidos y candidatos sean debidamente examinadas. Los candidatos deben ser valorados en función no solamente de lo que están diciendo en campaña, sino a partir de su hoja de vida personal, política y social.

Debemos saber qué ha hecho y qué está planteando el candidato a propósito de la educación, de los derechos fundamentales, de la salud sexual y reproductiva y de la violencia de género, entre otras cuestiones fundamentales, antes de sancionarlo o brindarle apoyo con nuestro voto.