Felucho saludaba con una sonrisa en los ojos que clavaba en las miradas ajenas en busca de una expresión de alegría; sus apretones de mano eran suaves y trémulos como si sus dedos buscaran pareja para un baile. Una muda y permanente carcajada cubría como talante su anatomía. En él se concentraba una orgía de luces, de efluvios de afectos infantiles, de concertaciones, de tolerancia, de avenidas sin cruces ni semáforos, de trenes sin estaciones, de utopías sucesivas, de espacios infinitos e ilimitado amor al prójimo y a la naturaleza desde el insecto vivo hasta las hojas muertas.
Lo conocí con siete décadas sobre los hombros de su diminuto y ágil cuerpo sin que el reloj biológico estampara sus groseras facturas en la superficie de su piel. Llegó a mi entorno por los misteriosos caminos del azar que antes me habían conducido a un encuentro con su esposa, una influyente mujer de la política que me había asumido, adoptado e integrado a su maternal cobijo familiar metiéndome en sus inmensas alas protectoras a contrapelo de sus hijos políticos, colocados, como ella, en la acera opuesta del campo de batalla que por décadas nos sumía en confrontaciones y posiciones antagónicas.
Él siempre cargaba un libro de su autoría que regalaba por doquier, y de tanto regalarlo y dedicarlo, lo hacía más de una vez con una misma persona sin que lo notara. Yo debo tener tres con dedicatorias apasionadas, y no dudo que algunos de sus amigos tengan anaqueles abarrotados de aquella especie de cuadernillo de impresión callejera y título atractivo: “El rol de los partidos políticos”, del que siempre cargaba un ejemplar nuevo para abrirlo y leer párrafos que imagino sabía de memoria, pero que leía para reforzar sus argumentos sobre discusiones que casi siempre creaba, por lo que terminaban en largos y tediosos monólogos que nadie escuchaba.
Se divertía con el libro, lo amasaba y acariciaba como a un hijo sin que notara su comportamiento anormal. Era como el juguete que no envejecía y quería compartir con sus familiares y amigos; con el extraño que le saludaba y con el adversario político, porque enemigos no tenía, además lo importante para él era compartir sus ideas aun sea con los más “contradictores” ya que el propósito se centraba en convencerlos, atraerlos a sus tesis poco ortodoxas marcadas por duros arrebatos intelectuales en los que no perdía el brillo perenne de su alegría: el tono de su voz subía y la sonrisa de sus ojos no se desdibujaba, el tono de su voz bajaba y su carcajada muda se alzaba como gigante sobre el entorno.
El libro era “claro y confuso” (yo le decía) en torno al planteamiento sobre los partidos. Afirmaba que no eran necesarios porque constituían una retranca para el avance de la sociedad, sin embargo entendía que había que militar en ellos debido a que los que pensaban como él y militaban en éstos podían servir de freno al freno que representaban para la sociedad. Afirmaba que los partidos eran de reciente formación en la historia de la humanidad y que el Estado había funcionado sin ellos, “sin las impertinencias derivadas de choques creados a partir de las necesidades inventadas para existir”. Me bastaron leer cinco páginas para abandonar el libro y escuchar de su voz divertida y relajante, el contenido.