En un momento febril, Leonel Fernández declaró que el PLD era una fábrica de presidentes y que será gobierno hasta el bicentenario de la República, o sea hasta el 2044. Esa victoriosa premonición brotó del éxtasis encumbrado del líder. Las alturas suelen ser alucinantes; desde su mágico ángulo todo se percibe pequeño, quieto y rendido. Empujados por una sola emoción, los “presidenciables” del PLD se levantaron de sus asientos a aplaudir delirantemente el anuncio profético. Mientras duraba la ovación, sintieron el sedoso mimo de la banda presidencial en su pecho sin reparar en una circunstancia tan inequívoca como pesarosa: quien hablaba era Leonel Fernández y lo hacía desde “sus” alturas.
No había que esperar que el tiempo rebatiera la verdad de aquellas palabras para revelar su quebradiza consistencia. Como si sus doce años fueran un romance de verano, Fernández reclama de nuevo el poder, ahora para asear su embarrado retrato histórico, suficiente razón partidaria para dejar en el altar a cualquier otra aspiración. No obstante, en la fábrica de ilusiones presidenciales se mantiene la orden de producción con los nombres de unos cuantos apocados.
La espera de los que aspiran en un partido dinástico promete consumir sus vidas. Después del 2020 le toca, por reciprocidad y compensación, a Danilo Medina; en el 2024, a Leonel Fernández, en el 2028 a Danilo Medina, en el 2032 a Margarita Cedeño y en el 2036 a Omar Fernández. A quien crea que escribo sandeces le invito a mirar atrás y se dará cuenta de que tuvimos un nonagenario ciego y enfermo en el poder, o que después de 16 años volveremos a otro escenario electoral repitiendo los mismos nombres. Vivimos así un eterno déjà vu que desnuda la calidad del voto decisorio y el enanismo del “liderazgo” partidario. En esa dinámica —pesada, repetitiva y previsible— se degrada la vida política y se consumen las esperanzas colectivas.
Lanzar una precandidatura presidencial para estar en la arena a expensas de las contingencias coyunturales revela un enanismo ladinamente oportunista. Es un irrespeto a sus seguidores.
En una ocasión escuché decir a un taxista desertor del peledeísmo: “en el PLD se necesitan buenos güevos”. Si la reproducción de ese desahogo luce insolente, me permito decantarla en las engañosas formas del lenguaje: “enanismo testicular”. Creo que esa expresión, menos ofensiva al recato viril, retrata orgánicamente la poquedad de los precandidatos del PLD. Su ejercicio político resulta tan insípido e irrelevante que a pesar de conocer más que nadie las sombras llevadas por Leonel Fernández a la moral partidaria, a la mística organizacional y a la memoria histórica de sus gobiernos, temen ofenderlo hasta con sus miradas. Su silencio los retrata; su pusilanimidad los descalifica. La sumisión de ese liderazgo resignado a la megalomanía del líder delata la insinceridad de sus aspiraciones y las debilidades de su carácter. Quizás mi ingenuidad pretenda reconocerles intenciones más nobles que estar en el globo para merecer alguna elección vicepresidencial por el propio Leonel Fernández o por un acuerdo negociado con Danilo Medina. Si ese fuera el caso, admito haber perdido el tiempo y, a partir de esta línea, confieso escribir por ocio o terquedad.
Probablemente algunos prejuiciosos entiendan que lo que trato de decir es que los únicos que pueden acreditar una candidatura digna son los que enfrentan a Leonel. ¡Jamás! Creo que ningún precandidato del PLD merece la atención si no admite la disolución ética que padece el partido, si profesa la gratitud complaciente, si justifica con su silencio la corrupción impune de sus gobiernos, si se acomoda al status quo, si se subordina al modelo totalitario de dirección caudillista, si acepta una candidatura vicepresidencial negociada, si se conforma con “las directrices de los órganos” cuando con ellas se pretende encubrir o justificar acciones u omisiones políticamente convenientes —pero moralmente reprobables— de sus líderes, si se pliega a las luchas de intereses que libran las dos fuerzas dominantes dentro del partido, si no promueve una renovación mística inspirada en otros valores, si no se opone a los pactos de alternabilidad de candidaturas entre las dinastías del partido.
No dudo que si alguno de ellos lee este prontuario suelte una risotada y acepte como un suicidio político sus ilusas proposiciones, sobre todo si se considera que en la historia de la organización ha habido elocuentes ejemplos de dirigentes con esos compromisos y hoy son anónimos residuos vivientes, como son los casos de Jaime David Fernández y de José Tomás Pérez. Creo que el error de esos prospectos consistió en abandonar tempranamente sus proyectos y guarecerse en un cargo del gobierno, no en adoptar posiciones dignamente contestatarias. En ese sentido, ¿quién le creería a Francisco Javier García o a Temístocles Montás la sinceridad de sus convicciones cuando no han tenido el rubor ético para renunciar a sus cómodas posiciones? ¿Con qué fuerza convencerían a un elector conciente de que su determinación es firme y sincera? Quien no asuma las consecuencias de su decisión política no llegará a ningún lado; es y será un taponero. Lanzar una precandidatura presidencial para estar en la arena a expensas de las contingencias coyunturales revela un enanismo ladinamente oportunista. Es un irrespeto a sus seguidores.
Lo cierto es que, si no se subvierte ese centralismo personalista en el PLD, las posibilidades de otros para acreditar una aspiración auspiciosa a través del partido serán quiméricas. En la tiranía partidaria que encabezó el PRI mejicano por lo menos había una tradición concertada de alternabilidad que permitía la renovación de rostros aunque se mantuvieran los mismos intereses; en el PLD, en cambio, la tiranía es dinástica y excluyente. La sujeción o no a esa realidad separará al líder del dirigente. El líder desafía los condicionamientos adversos a su desarrollo y no compromete su discurso, como tampoco acepta causas prestadas. En esa línea reflexiva, nos preguntamos: ¿Quién sería, por ejemplo, Francisco Javier sin su cargo? Un ejercicio de honestidad política le impone el deber de renunciar y demostrar que su candidatura es sostenible sin la ventaja competitiva que le dan los recursos y las oportunidades del Ministerio de Turismo.
Mientras esos dirigentes no tengan la capacidad ni el coraje para impugnar el sistema inicuo y degradado de concentración de poder que tiene la organización, en desmedro, incluso, de sus propias realizaciones, no dejarán de ser lo que hasta este momento han sido: enanos; calificación generosa para no imputarle aquella carencia a la que aludía el frustrado amigo taxista.