Escribo esto un lunes, el día más indigesto, pero hoy me sorprende con otro brío. Y no es que no tenga afanes ni trabajo; es que he decidido sujetar lo que hago a lo que soy y… ¡Eureka! Descubrir esa verdad mientras se pueda respirar sin toser es madrugar en las cimas de la vida. Cada día confirmo que la existencia es más plena mientras más ligera; que para llegar hay que soltar.

Y no es que el trabajo, los bienes, los afanes o los proyectos siempre carguen el vuelo, pero sí son más tiránicos que nuestra libertad de ser. Es que pocas veces creemos que la agenda podrá consumarse; que tendremos lo suficiente para callar el futuro o que los sueños podrán realizarse en el presente. Al hombre le asusta existir sin motivos; aún más, no encontrarlos. Y es lógico, porque vivir, que es de sabios, es darle propósitos a la existencia. Hallar esa trascendencia perdida es de inmortales. Justo ahí se separan el hombre y la bestia; la vida y la existencia.

Una vez un señor con una historia exitosa me confesó que cuando llegó a su aniversario 75 se sintió existencialmente apelado. En ese trance de conciencia pensó: “si aún con mi riqueza me viera obligado a vender mis empresas, dejar el golf y mis cruceros ¿qué haría? Probablemente las compraría de nuevo”. No respondí, pero en mis adentros me dije: “me he tropezado con un miserable”. Quise decirle que su historia era ruinosa y que, en su patético relato, él apenas era un episodio trasero, quizás después del golf. Me parece que más que “ser” él “estaba” en su propia existencia. Pensar que en el mundo habita esa mayoría es para aprender a vivir.

Sí, es cierto, para “ser” en una sociedad de delirios y aplausos hay que “hacer” o “tener”. Pero cuando eso cuenta como logro de la existencia, entonces el único fin de ella será luchar por el temor a perderla.  Yo no quiero esa vida.

El hombre se realiza en la libertad de ser, más allá de lo que hace o tiene. Ese “ser” es una construcción dilatada, consciente y responsable de vida tendida solidariamente sobre el destino de los demás. El humano que “es” le suma valor a lo que hace o tiene, consciente de que eso no lo define ni lo acredita. El hombre feliz es el que ha encontrado propósitos sostenibles de vida; el que puede mostrarle motivos de vida a su existencia.

Con la vida me pasa lo mismo que con la religión. A veces pienso en el cristianismo. Jesús nos dejó el testimonio de su palabra. El Evangelio, como compendio de su mensaje y obra, fue la construcción más simple de pensamiento, con verdades tan claras y directas que asombran. Sobre ese mensaje básico, que redujo su razón esencial a un solo mandamiento, se levantaron andamios de creencias, estructuras de gobiernos, decálogos confesionales, ritos de culto, obligaciones de lealtad organizacional, oscuros fanatismos… en fin, nació la religión. La fe, de una relación trascendente y personal, pasó a un sistema complejo de creencias y poder donde la propia cultura religiosa fue sacralizada. En esa analogía fe es vida y religión existencia. Rescatar al cristianismo de la religión es volver a las raíces, a lo básico.  Y es que lo complicaron tanto que apenas lo comprenden para vivirlo.  Lo mismo pasa con la existencia: la cargaron tanto de bienes, gloria, vanidad y nombres que apenas  la pueden elevar a la vida.