El ensayo, como género moderno, ha llevado, desde el inicio, la marca de la interrogación crítica, ha hecho suya la inquietud y la sospecha intentando colocar su indagación por fuera de los cánones establecidos y más allá de las gramáticas en uso. Entre la sospecha y la crítica, el ensayo abrió el juego de una modernidad ya no deudora de una única y excluyente visión del mundo, sino que se convirtió en la expresión de una escritura desfondada, abierta, multívoca y celosa amiga de la metáfora y compañera, en sus mejores momentos, de la intensidad poética, afirma R. Forster.
Desde Montaigne y Walter Benjamín hasta George Steiner y, entre nosotros, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Emir Rodríguez Monegal, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, ésa ha sido la escritura que mejor ha representado una travesía histórica caracterizada por la continua tensión entre sus aspiraciones universalistas y la crisis que no ha dejado de martirizarla desde sus comienzos.
En nuestros días, el ensayo, más propiamente literario, ha alcanzado un volumen y una extensión tales que no es tarea fácil seguirla en sus corrientes y producciones. En ese sentido, la historia de la ensayística dominicana empieza a desarrollarse a partir de las investigaciones realizadas en el siglo XIX por Emilio Tejera y José Gabriel García, de acuerdo al análisis del humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). Según este autor, la vida cultural tiene igual derecho que la política a la atención de la historia, porque la misma nos ayuda a explicar, no sólo los caracteres de la vida local, sino el apogeo y florecimientos de nuestra idiosincrasia
Ya desde fines del siglo XIX comenzó a sentirse la necesidad de caracterizar lo que durante largo tiempo dio en llamarse “nuestro ente intelectual histórico-cultural”, intento desarrollado dentro de la búsqueda del perfil de “nuestra propia expresión” como seres arrojados al mundo. Desde el punto de vista metodológico esta problemática de la ensayística dominicana ha jugado permanentemente entre dos planos no siempre claramente distinguidos, el del “ser” y el del “deber ser”.
No puedo dejar de insistir en algo que no parece ser obvio para gran parte de los que pueblan el mundo de la crítica literaria dominicana: en la escritura se juegan proyectos poéticos, se dirimen perspectivas muchas veces opuestas, se evidencian legados y tradiciones guardadas en la memoria de esa misma escritura; la forma, la certeza de ser portador de un estilo, es algo corporal, algo que penetra enteramente lo que decimos y lo que queremos decir, contaminando decididamente el producto de nuestros esfuerzos intelectuales. Si algo jamás es inocente es la escritura, en ella y a través de ella se perfila el mundo que deseamos habitar.
Algunos ensayistas despliegan un amplio análisis de nuestro imaginario a partir de múltiples criterios del lenguaje, la antropología, la filosofía, la historia, la sociedad y el espíritu de la época. Cabe destacar, entre otros, a Pedro Henríquez Ureña, Camila Henríquez Ureña, Max Henríquez Ureña, Carlos Federico Pérez, Alberto Baeza Flores, Néstor Contín Aybar, Héctor Incháustegui Cabral, Lupo Hernández Rueda, Antonio Fernández Spencer, Marcio Veloz Maggiolo, Ramón Francisco, Manuel Mora Serrano, Bruno Rosario Candelier, Andrés L. Mateo, Manuel Núñez, Odalís G. Pérez, José Enrique García y Diógenes Céspedes.
En el seno de este movimiento, como resultado en parte de la heterogeneidad de sus elementos doctrinarios e ideales estéticos –que consentían a la par las más decididas convicciones sobre la independencia poética del texto, en lugar de la instrumentalización o reducción ideológica del mismo-, así como de la incipiente y débil implantación de sus principios en la comunidad intelectual que lo propició y lo exaltó, pero sobre todo como efecto reflejo de los cambios en la conciencia de la crítica dominicana, han surgido otras experiencias de la crítica. Algunos representantes de las escuelas europeizantes son, en efecto, los primeros que hacen la crítica de sus anteriores convicciones y no sólo sugieren en algunos casos la necesidad de rectificar sus errores y de reemplazar con ventaja los antiguos valores epistemológicos. A estos impulsos de autocrítica se suma la decisiva acción de un grupo de vigorosas figuras de la nueva crítica dominicana, José Rafael Lantigua, Soledad Álvarez, José Mármol, Miguel Ángel Fornerín, Eugenio García Cuevas, Basilio Belliard, Manuel García Cartagena, Néstor E. Rodríguez, Médar Serrata y Nan Chevalier, que han dedicado sus mejores esfuerzos tanto a la liquidación de la crítica inmediatista y reductora cuanto a la constitución de una nueva ensayística criolla. No son ciertamente los únicos, pero sí son los principales en el dominio estricto de la crítica creadora y no estrictamente estilística como es el caso de Manuel Rueda, Manuel Matos Moquete, José Alcántara Almánzar quienes actúan en coincidencia con otras figuras intelectuales empeñadas en dar un nuevo sentido y una base más profunda y auténtica a la cultura de nuestro imaginario.
Otros temas y problemas solicitan hoy la atención de quienes tienen serias inquietudes críticas, sobre todo en las universidades y otros centros de educación superior. La lógica, la epistemología y la investigación del lenguaje encuentran cada vez más cultivadores, los cuales, por la naturaleza de su interés teórico, son propensos a un enfoque más riguroso y frío, más técnico si se quiere, de los contenidos del conocimiento y reciben el influjo de círculos de pensamiento diferentes a los arriba mencionados. Se inserta aquí la influencia de corrientes como el positivismo lógico, la escuela analítica y lingüística, la fenomenología, el estructuralismo francés, el psicoanálisis, el existencialismo, entre otras corrientes del pensamiento europeo, vinculadas con los nombres de Carlos Bousoño, Amado Alonso, José Ortega y Gasset, Gaston Bachelard, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Jean Paul Sartre, Jacques Lacan y Ludwing Wittgestein.
A partir de ahora somos conscientes (quizás por primera vez plenamente conscientes) de los problemas que nos afectan , o por mejor decir, de que el problema radical de la autenticidad y la justificación de nuestra ensayística es crear una expresión propia, como lo soñó Pedro Henríquez Ureña. Una ensayística que responda a los ideales de nuestra tradición, con un claro objetivo estético: la creación de nuevos ámbitos, visiones y tendencias.
Actualmente las principales líneas de investigación del ensayo literario en la República Dominicana sugieren tendencias contrapuestas que han respondido tanto a problemas de formación intelectual como a criterios metodológicos y actitudes ideológicas.
La contraposición entre la tradición “academicista” que tiende a hacer una historia inmanente de las ideas y la tendencia de origen “historicista” que trata a las ideas en su relación con el contexto social, ofrece disparidades evidentes. La formación intelectual que ha llevado a hacer historia de las ideas en unos casos a partir de las ciencias sociales (política, antropología, sociología, etc.), en otros, desde el campo de la filosofía y aun de la historia, la cultura y la literatura, lleva a formas de elaboración diferenciables fundamentalmente en el aspecto metodológico. También es posible señalar la contraposición que hay dentro del ensayo académico entre lo que podríamos denominar “tradicionalismo” y “modernismo”.
La producción textual que responde a los ideales de nuestra tradición y que proviene además, con diversos matices, del “historicismo literario” ha caracterizado la mayor parte de nuestra ensayística literaria desde el siglo XIX hasta nuestros días.