Cuando éramos niños nuestras mentes eran más simples. Los tiempos eran más simples también, eso dicen. ¿O quizás la gente ha estado diciéndolo desde siempre? Cada generación quejándose de la que viene echando de menos aquellos viejos tiempos. Quién sabe, ¿tal vez esta nostalgia es el único rasgo universalmente humano? Y quién sabe, tal vez los tiempos son, y siempre serán, tan simples como podrían ser. A diferencia de la gente. Cambiamos con el tiempo. ¿Recuerdas cuando, de niño, lo único que necesitabas eran el aire libre y la imaginación? Bueno, y los dulces, obviamente.
En aquel entonces, tú, como persona, tu espíritu, tu esencia, tu integridad, como sea que lo llames era, exactamente, eso. Eras ESO, eras suficiente. Con ganas de aprender, emocionado de experimentar el mundo. Preguntando incesantemente ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? tratábamos de descifrar los meandros de nuestro entorno. Algunos dicen que los niños son egoístas, pero no estoy de acuerdo. Simpatizan y lo hacen sin condiciones. Y no según un código social aprendido bajo el cual se someten los adultos.
Y ¿cuándo es que los niños empiezan a necesitar artículos? ¿Desear objetos? ¿Es a los 5 años, o 6, o incluso antes, que los niños comienzan la búsqueda de las cosas indispensables? Y ¿cuándo es que empiezan a cuestionar si está bien ser quiénes son? ¿Comienzan a sentir la necesidad de reajustar, re-diseñar y renovarse a sí mismos? Un rasgo universal de todos los seres humanos adultos, debo añadir.
En algún momento algunos códigos morales, hacer o no hacer, los sí y los no, se establecen y se adaptan. Los niños descubren reglas del comportamiento. Tal vez desarrollan algún tipo de creencias, ideales y verdades irrevocables. ¿O es que sólo los repiten? Quién sabe. Pero es cierto decir que las personas jóvenes tienden a ser apasionados o incluso idealistas. Impulsados a cambiar el mundo. Impulsados a… hacer algo. Cualquier cosa.
Hasta que llega el aspecto de YO. Yo, mío y a mí. Yo necesito. Yo demando. Yo voy a hacerlo. Yo no voy a hacerlo. Yo quisiera. Yo, yo, yo… La pura curiosidad infantil acerca de los demás, la empatía y el corazón comienza a desvanecerse lentamente. Empezamos a negociar con el mundo, con nosotros mismos. Quiero A, entonces voy a hacer B para conseguirlo. Alguien lo necesita más, pero yo lo quiero, y ya está. Dejamos de intercambiar notas con los demás, porque mientras crecíamos pulgada a pulgada, nuestro auto-derecho crecía al mismo tiempo.
Y luego vienen las responsabilidades, obligaciones y las duras verdades de la vida adulta. Atrapados en el fuego cruzado de la empatía infantil, el idealismo de la juventud, el egoísmo de la supervivencia y el narcisismo del éxito, nos comprometemos cada vez más.
De niños aprendimos que los malos son malos y los buenos son buenos. Ahora, el mundo real, con su complejidad y la indefinida área gris nos abruma. No sabemos a dónde acudir, así que nos dirigimos hacia nosotros mismos y nuestro propio bienestar, ya que es la única medida que no nos confunde. Compramos de las corporaciones que despreciamos, trabajamos para los gobiernos que desdeñamos. Adquirimos bienes, recogemos cosas materiales y las protegemos con nuestras vidas, desconfiando y separándonos de todos los demás que podrían amenazarnos. Aceptamos cualquier beneficio que la vida lance a nuestro camino, porque nos enseñamos a nosotros mismos que merecemos este chin del suspiro del bizcocho, porque todo el mundo lo está haciendo, porque es para los niños, porque hay que comer.
Crecer significa convertirse en su propia persona, pero también significa ser cada vez menos explícitamente tú mismo. Estamos perdiendo el niño interior, e instruimos al adolescente. Comprometiéndolo, colocamos nuestro propio interés en el centro del universo, por temor a que alguien pudiera golpearlo fuera de la órbita. Aprendemos de los errores de nuestros parientes, que, queriendo lo mejor para sus hijos, nos inculcan: el miedo, la precaución y la insolencia.
La evolución como un ser humano es de facto la evolución de la vanidad. Al ser una marca de inseguridad pero también del orgullo, la vanidad nos diferencia de las demás especies, nos motiva, nos impulsa hacia adelante y nos da la presión que necesitamos para seguir.
Y es bajo la presión, donde las cosas preciosas se pueden romper.