En los últimos años en nuestro país se habla con insistencia de la importancia de la ética. Se creó la Dirección General de Integridad Gubernamental sobre ética; existen las Comisiones de Ética Pública; se ha instituido el Día Nacional de Ética ciudadana. Se celebra el Día de la Ética con declaraciones solemnes; con ofrendas florales; con discursos pulidos y sonoros que parecen comprometedores desde el poder de las palabras, pero poco eficientes en el momento de asumir consecuencias. Además, la coyuntura que vive el país generada por la corrupción generalizada,  por la cultura de la impunidad,  por el enriquecimiento ilícito y por la lógica del soborno,  requiere atención y seguimiento a la distancia entre discurso ético y práctica ética. Es poco  el valor que se le da a la ética en la vida cotidiana y en el desempeño de las funciones públicas y privadas.

En este contexto se hace imprescindible una formación y un comportamiento ético ejemplar de parte de gestores y de docentes en el sector educación. Necesitamos  buenas prácticas para que las personas y la sociedad en general le pongan fin a la degradación moral que se observa en diversas instituciones, en organizaciones, en grupos y personas. Los gestores y docentes del sector educación tienen el desafío de aportar significativamente para que la ética brille en el aula, en el centro educativo, en la comunidad educativa  y en los diferentes espacios en los que interactúan.

Si la ética relumbra en el aula, la dignidad de los estudiantes y de los profesores será reconocida y respetada; se  priorizará  a la persona por encima de  objetos,  de recursos, de bienes y de servicios. De igual modo, sus derechos serán reconocidos y adquirirán mayor desarrollo. Simultáneamente experimentarán una toma de conciencia mayor de sus responsabilidades, tanto en el aula como en el centro educativo y en la comunidad. Asimismo, se construirán  ambientes y espacios  vertebrados por una ética comprometida, que  tiene como horizonte la búsqueda e instauración del bienestar colectivo.   Desde esta perspectiva, los aprendizajes tendrán significado para cada uno de los actores de los procesos educativos.

Asimismo, si la ética  destella en el centro educativo, se fortalece la institucionalidad del espacio escolar; y los aprendizajes se ponen al servicio de una mejor sociedad. Además, emerge una ciudadanía más comprometida  con los valores y las acciones que tienen como norte el desarrollo pleno de las personas. De igual modo, se fomenta una participación consciente en favor de estructuras educativas más democráticas y proactivas.

En este mismo sentido, si la ética  resplandece en la comunidad educativa, los diferentes actores del sistema educativo no dudarán a la hora de rendir cuenta; a la hora de andar en verdad: a la hora de denunciar con valentía  las prácticas antiéticas que se observan en instituciones educativas y en  algunos que se titulan educadores. Ya está muy claro: no es plausible ahorrarse el comportamiento ético; no es aceptable vivir confundido y confundiendo a los estudiantes, a las familias y a la sociedad.

Cabe preguntarse qué podemos hacer para afianzar la ética de gestores y docentes en el sector educación. Este interrogante tiene múltiples respuestas, porque son muchas las posibilidades que encontramos. Nos parece que lo primero que debemos hacer es trabajar a fondo las identidades de estos actores; ayudarlos a superar la crisis de identidad que afecta a muchos gestores y docentes. Esta  crisis es agudizada por un desarrollo profesional débil y por una falta de libertad y de autonomía para actuar con posición y voz propia. Este es un capítulo que requiere nuestra atención y nuestro apoyo para contribuir con la superación de una deficiencia tan  pronunciada y degradante.

De la misma manera, urge integrar la ética como un eje permanente en la formación de los educadores. Consideramos que desde la formación inicial hasta el doctorado y post doctorado, debe reflexionarse sobre la ética. Debe ser una reflexión conceptual y práctica que les permita construir sus propias concepciones y sus mecanismos para vivenciarla cotidianamente. Pero lo más importante es que los aprendizajes que deriven de la formación ética se pongan en práctica con naturalidad, sin forzar procedimientos ni procesos; integrar la ética a la vida, al ejercicio profesional, a la tarea docente.

Otra de las acciones que podemos poner en ejecución para potenciar éticamente a los gestores y docentes es desarrollar confianza básica en ellos. Si actúan en un contexto en el que se sienten seguros y confiados, no tendrán necesidad de manejarse desde la ambigüedad y el ocultamiento. Si gestores y docentes no trabajan para agradar a su partido, a su iglesia, a las organizaciones profesionales, a los amigos, sino que desarrollan convicciones y posiciones definidas en favor de la justicia y de la verdad, le ofrecen un aporte valioso a la sociedad y a la educación.

La formación que necesitan los gestores y docentes debe iniciarse en las familias. Pero muchas,  por decisión propia o por el impacto de los contextos en los que habitan, han optado por liberarse de la ética. Han priorizado un camino tortuoso que las confronta éticamente en todos los órdenes y ámbitos. Por esto y otros factores, el problema ético es difícil de reorientar. Pero no solo es un asunto familiar, tiene alcance estatal; pues se espera que cada uno de los poderes del Estado sea un baluarte de la ética. Se espera que la irradien y la sostengan.

La formación ética  de gestores y docentes  ha de asumirse como tarea prioritaria, si queremos que los centros educativos y  la sociedad avancen; si queremos que  estos actores adquieran un desarrollo integral y tengan un desempeño coherente con los principios y valores que la educación propugna y  les propone a los estudiantes. La atención a la formación ética tiene que ser sistemática y la práctica ética tiene que ser una cuestión de toda la vida. No hay espacio ni lugar para aplazar el comportamiento ético; este tiene que forjarse y sostenerse con tesón y firmeza por parte de las personas y de las instituciones. Los gestores y docentes  tienen el  reto de analizar su comportamiento e identificar cuán distante o cuán próximo está de una ética robusta y esperanzadora.