“Uno de los recuerdos más vivos de mi niñez es el de haber escuchado en la radio el segundo combate de boxeo entre el norteamericano negro Joe Louis y el peso pesado alemán Max Schmeling. Schmeling había dejado fuera de combate a Louis en el primer asalto y la prensa nazi hablo con elocuencia de la superioridad innata de la raza blanca. En el combate de vuelta, Louis dejo fuera de combate a Schmeling en el primer asalto, si no me falla la memoria. El árbitro puso el micrófono ante el vencedor y le pregunto emocionado: “Bueno, Joe, ¿te sientes orgulloso de tu raza esta noche?, y Louis contesto con su deje sureño: Si, estoy orgulloso de mi raza, la raza humana, claro”.
(Fernando Savater: Política para Amador).
La vida en sociedad es el desencadenante de los conflictos. La sistemacidad de ellos, su recurrencia, nos dice los síntomas estimulantes de las disfunciones que gravitan en una sociedad determinada. La vida en sociedad expresa toda la variedad que conforma la dinámica humana y su contexto material de existencia. La política es parte de esa vida social.
Aquí, en cambio, la política lo sobredimensiona todo y lejos del ser el eje amortiguador, el puente redituable de los signos de conflictividad, lo acentúa. La política que debería ser el cauce del atajo, de la canalización y ritualización de los conflictos, de impedir que se agiganten y no nos hiedren como tejido social. En República Dominicana la política y su eje de acción en los últimos 21 años es creadora de la mayoría de los conflictos colectivos que se dan, dado la estructura atómica del poder. Su configuración y visión es la ceguera moral.
El poder y la política que no son mundos divorciados, en la estructura del poder, se ha sobredeterminado una dicotomía en la sociedad para crear todo un poder corporativo donde: poder, negocios y política están inextricablemente unidos; empero, negocios es el eje transversal de la política. La política se constituye en el axioma de los negocios con el enorme paragua del Estado como sombra protectora que “Legaliza” la subyugación del poder y con ello, a la sociedad. El poder, así fraguado, no tiene como lupa las razones para obedecer y desobedecer en el campo de los intereses de la sociedad.
Todo su corpus se “unifica” alrededor de la corporación, del poder corporativo, con dos accionistas principales. Su “virtud” es el dinero que se mimetiza en la doblez de sus actores, en su cinismo y simulación más estentórea, de una retórica sin aliento. La opacidad ha sido su ancestro, su génesis y prolongación y al mismo tiempo, sus límites, fragmentación, fractura y crisis.
Los trastornos de doble personalidad y de identidad disociativo que acusan los últimos gobernantes que hemos tenido en el ejercicio del poder, ya no pueden seguir dándole éxitos. Las pantallas, las ventanas, son otras. Sus libretos que por añosos, espantan y la hediondez y pestilencia ya no logran persuadir en sus actuaciones. La complicidad comienza a gemir en el murmullo de la “Salvación”. El hiato se multiplica por todas partes, merced a la descomposición política que se fue incubando en los últimos 12 años por la falta de transparencia y rendición de cuentas. El discurso hablado y escrito perdió su encanto y lozanía. No puede pontificar nadie que ha tenido los resortes del poder y con él comenzó la estructura del poder momificado en el Dios dinero, en la caracterización de la opulencia y en el desarrollo de la corrupción orquestada desde una perspectiva sistémica, endémica, estructural e institucional, donde ella se ha situado en una hipercorrupción como producto de la impunidad que ellos mismos han diseñado y llevado a cabo.
La corrupción no es intrínseca a la sociedad política dominicana. Juan Bosch gobernó y su gobierno no fue corrupto. La corrupción es una construcción social, cultural, política, que trae beneficios a esos mismos que no han tenido la voluntad política para amenguarla y hacer desaparecer la impunidad. A partir del 2005, no hubo velo ni virginidad ni ataduras para el ejercicio de la corrupción. No tan pretérito exigían que donde está la corrupción y enarbolaban como expresión de su nitidez las docenas de leyes a favor de la transparencia. “Olvidaban” que las leyes son necesarias, empero, no suficientes, sobre todo, si no hay talante de quienes ejercen la más alta instancia del poder.
Tenemos unos actores políticos que desde el Estado mienten, manipulan, desinforman, ejemplos paradigmáticos de la postverdad. ODEBRECHT, como antorcha de crisis y oportunidad, los ha visibilizado en todas sus facetas, dimensión, esplendor y decadencia. Marcelo Bahía Odebrecht, valoraría que nuestro país era una seguridad para la corrupción y la impunidad. Llorente y Cuenca, una firma Española, escribiría en el mes de diciembre del 2016 “República Dominicana, un país caracterizado por el paraíso de la corrupción y el narcotráfico”.
Esa cartografía de parte de la estructura del poder se debe en gran medida a la descomposición de los actores políticos, que fueron al Estado, con una agenda oculta que más allá de su anhelo de poder que regodea sus egos, el cuerpo doctrinario de su ideología es el dinero. Unos, para fermentarse y otros como felonía de su pasado. Toda la materialidad que da el dinero es la “excusa” para invalidar su pasado económico, social.
Esa mirada oscura del poder que ha devenido en una estructura del poder oblicua producirá en los próximos años un estado de crisis. Zygmunt Bauman en su libro Estado de crisis, nos dice que el concepto “evoca la imagen de un momento de transición desde una condición previa a otra nueva; una transición necesaria para poder crecer, el preludio a un estatus diferente y mejor, un decisivo paso adelante”. Nos encontramos, entonces, con actores políticos sin sensibilidad, sin consciencia moral, sin la más mínima atadura con el juicio de la historia. Su presente es su vida, sin resguardo ético para el porvenir
Los actores políticos actuales, en su hegemonía, pretenden miniaturizar todo lo que no es parte de su articulación en la construcción de un Estado Corporativo, con signos ostensibles de atomización. La grosera corrupción y su germen de su crecimiento, la impunidad no puede seguir gravitando de manera tan pastosa, tan fangosa, en el cuerpo social dominicano. ¡Estamos en presencia de una descomposición política (ODEBRECHT es su curvatura) y ello nos señala la necesidad de acometer, de irrumpir con una nueva eclosión que nos dibuje un nuevo modo de vida, una diferente convivencia, una intensificación de las relaciones sociales que coadyuve a una faceta superior de lo colectivo!
Nos encontramos frente a una caldera en ebullición moral que nos permitirá una ruptura en la dinámica de la cultura de lo mío, en el espacio para desmontar esa estructura del poder del rentismo, en la apropiación de lo público, diezmando, asolando lo social colectivo.