La República Dominicana huele a sangre. No son percepciones neuróticas.  Cada día el crimen confirma, con fuerza sádica, la convicción de que somos otra sociedad. La violencia reporta patrones primitivos de expresión: secuestros, torturas, muertes por encargo. Es una pandemia social sicótica que desborda toda racionalidad. Lo trágico es que se trata de un proceso irreversible, de efecto encadenado y crecimiento sostenido.

El clima que vive hoy la República Dominicana era casi comparable al de México hace diez años. En los últimos seis, en esa nación, la violencia asociada solo al narcotráfico ha cobrado más de 60,000 muertes. Al principio de ese sexenio, el promedio bimestral de ejecutados no llegaba a los 400; actualmente sobrepasa los 2,000. Es un crecimiento de más de un 500 %. Sólo en 2010, 15,273 mexicanos murieron asesinados. La inseguridad le cuesta a ese país un punto porcentual de su Producto Interno Bruto (PIB), mientras que el PIB per cápita se ve afectado en 0.5 puntos.

Las comparaciones estadísticas en esta materia suelen ser perniciosas porque tienden a arropar la impotencia con un velo de resignación silenciosa. Cada vez que en los escasos debates se alude al tema se invocan referentes regionales extremos como premio de consolación, sin considerar la circunstancia de que no vivimos en Colombia, México, Guatemala, El Salvador o Nicaragua.

De acuerdo al Índice de Paz Global 2014 del Instituto para la Economía y La Paz, la República Dominicana ocupa el puesto número 106 de la lista de 162 naciones del mundo analizadas y que evalúa el nivel de conflictividad social interno, el gasto militar, la violencia y los conflictos con otros países. Ese índice ha seguido creciendo cada año a pesar de que, a diferencia de otras naciones, no nos encontramos en situación de beligerancia, insurrección, terrorismo ni guerras étnicas.

La policía dominicana vive por y para la corrupción. Esa es una verdad asimilada como realidad cultural.

La asimilación social de la violencia se torna crítica cuando la sociedad pierde el sentido del asombro ante manifestaciones aberrantes del crimen. Nos estamos quedando sin olfato moral. De acuerdo a un estudio realizado por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en el año 2011, el nivel de preocupación social por el crecimiento de la violencia en México era de un 18 %, índice muy lejano al de países como Panamá y Venezuela, que mantenían, en igual periodo, un 45 % y un 55 %, respectivamente. Dos años antes, la preocupación mexicana por el crimen era de un 60%. Hoy el crimen en México es rutina de vida.

Conforme a la encuesta Gallup-Hoy de agosto de 2011, después de la inflación, que ocupaba un 63% como la principal preocupación de los dominicanos, el 42% de la población identificaba a la delincuencia como su segundo mal, aún por encima del desempleo. Esa percepción se ha movido sostenidamente a la alta, con un 51.4% al 2012 y un astronómico 66% a principio de lo que va de año, situándose como la principal preocupación de los dominicanos. Lo peor es que mientras en la población queda todavía resistencia a aceptar esta realidad, no hay respuestas equivalentes del sistema de seguridad ciudadana.

La inevitable convivencia con el crimen organizado conlleva el riesgo de acostumbrarse tanto a su accionar como a sus secuelas. La República Dominicana entra en el umbral de ese infausto proceso. Las reacciones de las autoridades son episódicas, reactivas y coyunturales.

El crimen organizado se ha asociado con los  centros de poder. De manera que el abordamiento de las políticas de Estado frente a la violencia que hoy vive la República Dominicana no solo debe considerar sus causas exógenas sino endógenas.

Hay una realidad tan clara que no precisa de enjundiosos análisis: el incremento de la delincuencia en el país está causalmente asociado con el narcotráfico. La República Dominicana antes era escala de distribución internacional, hoy sigue siéndolo, con la agravante de que en ella se han establecido centros de operaciones de cárteles y que las compensaciones por los trasiegos se realizan en especie, es decir con la misma droga. Esto ha convertido al país en un mercado de consumo y comercialización relevante. Hasta ahora no ha habido un decomiso, un ajuste de cuentas o “un tumbe” sin que en los implicados no se cuente a un policía o algún militar.

Las condiciones de vida de un policía en la República Dominicana están a un rango de las de un mendigo. Mientras esa situación permanezca congelada no esperemos cambios. La policía dominicana vive por y para la corrupción. Esa es una verdad asimilada como realidad cultural. Se trata de una institución en franca desbandada por un choque de intereses entre poderes basados en fuentes distintas de corrupción: la tradicional o administrativa (enriquecimiento derivado de las comisiones por las contrataciones, los sobornos y otras modalidades) y la emergente u operativa (el enriquecimiento sustentado por la participación en el crimen por omisión o comisión). Frente a la exclusión de las oportunidades internas, emerge una forma más lucrativa y participativa de movilidad económica: la criminalidad a través de las más variadas manifestaciones operativas: a) mediante la complicidad por extorsión, como el cobro de peaje en los reconocidos puntos de droga; b) la complicidad por omisión, como hacerse de la “vista gorda” frente a la actividad delictiva; c) la complicidad por facilitación, como la coordinada anticipación de avisos de allanamientos y redadas. Otras veces, la participación en el crimen es directa, dentro de su propia estructura o facilitando medios para su ejecución. Esta es la denominada “corrupción policial”, de amplia base social y sobre la cual los centros de mandos han visto perder control por los rápidos contagios de los focos del crimen.

¿Cómo hablar de prevención, control y sanción al crimen si este se anida en el mismo cuerpo concebido para ello? Sin reforma policial seguirá vigente el mismo status quo. Y no hablamos de cambios normativos, que se quedan atrapados en textos abstractos de leyes muchas veces desconectadas de la realidad, sino de acciones decididas a largo término, con base institucional e inclusión presupuestaria sostenible.

Todo lo que se haga o invierta sobre esa estructura descompuesta será esfuerzo cosmético con efectos anestésicos.