Me gusta escupir sobre tierras lejanas y ver cómo absorben la glutinosa humedad de la saliva. Su lenta muerte me trae un vuelo de imágenes, como la distancia que me separa del hogar. Pienso: “¡Dios! ¿Cuándo pude imaginar estar aquí? Y ahora, mírame, escupiendo su suelo”. Vivir ese asombro es estupendo. Me hace sentir que el planeta es más pequeño que mi libertad, y que el recorrido, por largo que sea, es apenas una decisión.
He escupido en aceras, calles, monumentos, plazas, montañas, lagos, ríos y jardines. Y no lo hago por capricho, ocio ni sortilegio, sino por convicción y sobre todo cuando la expectación de lo contemplado llega a su cenit, como cuando el golpe emocional abre una herida de gozo inmortalmente breve o cuando el torrente seminal se derrama sobre la luna de medianoche. Es dejar en rincones esparcidos del mundo una sombra húmeda de mi errancia, un testimonio fluido y vaporoso de mi presencia.
¿Por qué escupir? La pregunta es lícita, si consideramos el estigma ancestral que arrastra el acto. Se escupe lo vil, lo despreciable, lo cruel. Escupir es el último discurso de la rabia: cuando las palabras se recogen o la tolerancia se rinde. Mi rito es más hondo: escupo porque es dar una secreción viva que humecta la comunión, lubrica la intimidad y unge la entrega entrañable. ¿Acaso no es el beso un agitado naufragio carnal? ¿Qué sería de la pasión sin esa fricción tibia y viscosa de piel? Cuando escupo, beso el alma, amo sin manos y agarro lo etéreo de aquello que quiero, deseo o me provoca.
Al viajar no me afano por fotos ni memorias gráficas. Retratar es robarle imágenes al lugar; escupir, en cambio, es devolverle al lugar, en su esencia fluida, la imagen que ha tatuado en nuestro espíritu. Y es que cuando me acuesto no hay seducción más sutil que evocar esos espacios. Sus imágenes regresan revoltosas por los cielos de las fantasías como bandada de golondrinas. Entonces me encarno en cada paso, luz, color y aroma de sus recuerdos.
“Dicho esto, escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del ciego y le dijo: Ve a lavarte en el estanque de Siloé (que traducido es Enviado). Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (Jn. 9:6-7). ¿Por qué usó Jesús la saliva para sanar al ciego de Betesda si bastaba con el toque de sus manos? La mezcla del polvo con la saliva era una portentosa simbología de la esencia humana; un regreso a las raíces originarias, a la premisa y principio de la mortalidad; eso somos: barro, lodo. Esta vez la saliva fue el aliento húmedo de vida para hacer el lodo (“Entonces Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” –Gn. 2:7-). No pretendo entrar en reflexiones bizantinas onto/antropo/teo lógicas con esta analogía. Solo ilustro el inesperado detalle de la saliva para bendecir y no para conjurar.
He besado tierras remotas y en esa entrega mística he aspirado el espíritu que las anima. En algunas, como San Francisco y Chicago, nos motiva a descubrirlas. En otras, como New York, ese espíritu flota a su antojo; trepa y se enreda en sus montañas de acero. Londres, señorial y ordenada, nos regala placidez. Barcelona, insinuante, nos recoge. Madrid, atrevida, despierta los sentidos. Praga, contemplativa, mima el alma. París no es ciudad, es experiencia: su espíritu embelesa, aturde y consume. No se ha inventado forma para evitar rendirnos a su sombra.
Pero en mis andanzas no he tropezado con una experiencia tan inefable como escuchar la lluvia sobre el zinc de una casita de nuestras campiñas. Es un tañido que abriga; un concierto de gotas suicidas que en cada salto se desangran hasta morir ahogadas en sus briosas correrías. Esa lluvia me alucina con su aroma a tierra preñada. Me deleita su canto cuando unge con sus notas los follajes y cuelga sus secretos en la ventana mientras esta lame su desnudez translúcida. Nos cobija en la calidez de la espera; nos abandona en la cama tendida de tibieza; nos recuerda que hay techo para guarecernos y almohada para descansar el alma. En fin, nos convoca al retozo de piel, al calor compartido, al café colao humeante y aromático. Un espacio de presencia tan íntima no necesita el beso de un esputo: la naturaleza derrocha en agua sus apetitos. ¡Que llueva!