Una de las mayores conquistas de la sociedad moderna es el poder que da la información. No importa cuán transparentes u oscuras sean las ejecutorias de instituciones públicas o privadas, el grandioso desarrollo de los medios de comunicación hace hoy que las informaciones fluyan con facilidad, a pesar de los controles o impedimentos reinantes en muchos países.
Si bien muchas informaciones que circulan no son veraces, la misma sociedad ha creado mecanismos de validación de las mismas. Por eso la gente sabe distinguir cuando un rumor tiene visos de realidad, pues el accionar de la persona de que se trate y el respeto o irrespeto que se haya ganado será el principal muro de contención o caja de resonancia, según sea el caso, de dicha denuncia.
Frecuentemente vemos como en muchos países del mundo un escándalo o denuncia de corrupción es capaz de provocar severas consecuencias, no solamente porque se sigan procesos judiciales, sino porque las propias personas objeto del escándalo o bien tienen la dignidad o, reciben la presión suficiente para poner su renuncia a la posición que ostentan.
Sin embargo en nuestro país cada escándalo mata el otro sin ninguna consecuencia. Por más convencida que esté la opinión pública de que las denuncias son reales, los personajes sindicados no sólo proclaman su inocencia y se auto erigen en víctimas de alguna trama; sino que reciben el respaldo muchas veces de sus partidos o instituciones sin que se cuestione siquiera que ese apoyo tiene que estar supeditado al resultado de una investigación seria de los hechos denunciados.
Las recientes reacciones ante revelaciones de los famosos informes de la Embajada de los Estados Unidos publicados por Wikileaks, en gran medida son una manifestación más del histórico complejo de Guacanagarix que padecemos. Mucho de lo que reflejan esos cables de una u otra forma ya era parte del rumor público en nuestro país, incluso en algunos casos, ya había sido parte de denuncias en medios locales.
La reacción que no se había tenido y hoy se tiene es porque lamentablemente dada nuestra debilidad institucional, hay más temor a la desgracia de perder la estima o el visado de ese poderoso país, que al castigo judicial o a la sanción moral.
Llegó el momento de que los escándalos de corrupción pública comiencen a tener consecuencias, como lo hicimos con la privada con los casos de fraudes bancarios. No por casualidad funcionarios públicos o directores de organismos internacionales en otros países renuncian a sus puestos cuando se destapan escándalos. En nuestras manos está generar la presión para que en vez de que esas personas puedan seguir como si nada ocurriera, ocupando sus posiciones públicas o aspirando a otras, tengan que ser o exculpadas por un juicio transparente o castigadas como manda la ley; pero en todo caso renunciando de sus puestos por el bien de sus instituciones.