Rosario Espinal afirma que la Constitución de 2010 es una “constitución para el atraso”, más larga que una longaniza y que durará menos que una cucaracha en un gallinero (Hoy, “Castillo de arena”, 29 de abril de 2015). ¿Qué hay de cierto en todo esto? Vayamos por partes…
¿Es la Constitución de 2010 conservadora? En verdad la Constitución vigente es un texto, si bien compromisorio, de avanzada, en comparación con nuestros demás textos constitucionales históricos. Como bien afirma Juan Jorge, “el constituyente de 1966 redujo considerablemente el aporte de la Constitución de 1963 en materia de derechos sociales, aunque conservando los tres grandes aportes de 1963, como fueron la libertad sindical, el derecho a la huelga y la participación de los trabajadores en los beneficios de la empresa”. Ello explica cómo, a pesar de que el proceso constituyente en 1963 excluyó a las fuerzas conservadoras y en 1966 a las fuerzas liberales, el resultado de ambos procesos culmina con una solución textual constitucional de carácter transaccional, que marca un compromiso de (y en) la Constitución entre el principio liberal que se remonta a 1844 y el principio de un Estado Social que comienza a perfilarse en 1942, que experimenta un impulso extraordinario en 1963, que, a pesar de todo, persiste en la reforma constitucional de 1966, y que culmina con la consagración expresa de la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho en 2010.
¿Podía el constituyente dominicano en 2010 darse una Constitución breve como sugiere Espinal? La visión tradicional, defensora del estilo de redacción constitucional del siglo XIX, el cual era breve, puntual y esquemático, asocia las constituciones largas con las constituciones prolijas y confusas. Según los críticos de las constituciones largas, la Constitución extensa peca de obesidad jurídica, desnaturaliza el objetivo de las constituciones (que no deben existir para regular cualquier cosa sino tan solo lo principal) y congela el desarrollo social al dotar de rigidez constitucional temas accesorios y contingentes, los cuales deben dejarse en manos del legislador ordinario. Pero, ¿es posible en el mundo contemporáneo una Constitución breve como la norteamericana? La doctrina constitucional es prácticamente unánime en señalar que no. Y ello así por una sencilla razón: las sociedades (pos)modernas son estructuralmente plurales, es decir, en ellas conviven diferentes visiones de la sociedad y divergentes concepciones del bien social (Zagrebelsky), lo que obliga necesariamente a la redacción de constituciones compromisorias, que expresan en sus cláusulas los acuerdos arribados entre las diversas fuerzas sociales y políticas que coexisten en nuestras sociedades. Las constituciones contemporáneas son, en consecuencia, necesariamente largas, para acoger así las plurales demandas y reinvidicaciones de los diferentes grupos sociales. El minimalismo constitucional y su modelo ideal de Constitución sintética, con pocos, bien definidos y armónicos derechos, solo es viable en sociedades homogéneas y excluyentes, en donde la Constitución tan solo plasma el status quo existente, en perjuicio de la gran mayoría a la que por su raza, género, educación o nivel socioeconómico no se le reconoce derechos de participación política. La Constitución tiene que ser larga porque debe contener programas de compromiso para la transformación social y económica del país y porque largo es el inventario de las carencias, desigualdades e injusticias de la sociedad.
La socióloga reproduce, además, el mito de la supuesta inestabilidad constitucional prevaleciente en nuestro país a todo lo largo de nuestra historia republicana y que se funda en el paradigma de la estabilidad de los sistemas políticos. Pero la estabilidad constitucional no puede identificarse con escaso número de reformas constitucionales. No hay dudas de que “reformas constitucionales emprendidas por razones oportunistas para facilitar la gestión política desvalorizan el sentimiento constitucional” (Loewenstein)). Pero simples reformas parciales, aún precipitadas por coyunturas políticas, no dañan la constitucionalidad, siempre y cuando no toquen aspectos esenciales del ordenamiento constitucional. La Ley Fundamental alemana, por ejemplo, hasta el año 1987, había experimentado 34 reformas, exactamente una reforma por año. Eso no significa que Alemania se caracterice por su inestabilidad constitucional. En el caso dominicano, desde el momento de la fundación de la República en 1844 hasta la fecha, es decir, en más de un siglo y medio de historia republicana, la Constitución ha sido reformada, cambiada, o sustituida apenas 38 veces. Estas reformas han versado sobre aspectos secundarios o sobre temas que, si bien tienen connotaciones políticas importantes –como sería el caso de la prohibición o el reestablecimiento de la reelección presidencial, eterno tópico del constitucionalismo dominicano– apenas afectan los principios estructurales, los valores y los derechos fundamentales consagrados y reconocidos en la Constitución. Por demás, las reformas constitucionales, cuando son hechas conforme al mecanismo establecido en la Constitución, son expresión de la sana autoreferencialidad normativa que caracteriza a todo ordenamiento constitucional democrático en donde éste regula su propio cambio (Bastida Freijedo).
Una precisión final. Rosario Espinal afirma que “la Constitución de 1994 duró hasta 2002 (ocho años), la de 2002 hasta 2010 (ocho años) y la de 2010 va camino a durar menos de seis años”. Desde la óptica estrictamente formal, sin embargo, la Constitución vigente es la misma que la Constitución de 1966, pues lo que se produjo en 1994, 2002 y 2010 fueron reformas de aquella bajo las reglas de revisión constitucional por ésta establecidas. No obstante, por el carácter integral de la reforma de 2010, no es del todo inexacto hablar de la Constitución de 2010.