La memoria es el comienzo de la percepción que privilegia un objeto cuando es evocado por alguien. Toda actitud hacia lo subjetivo y evidente desata en su abstracción un haz de analogías, contrastes y correspondencias, que pone en riesgo la imaginación en su propósito de asir las cosas. Si recuerdo un hecho y “sus” particularidades típicas e irreductibles, en el recinto en que se aviva mi mente me es grato o doloroso el hecho porque afecta mi intimidad como síntoma, riesgo o necesidad.

Es preciso tener clara la idea de que el acto de recordar es imposible, si no somos  capaces de retener el tiempo por unos segundos, aunque instantes después olvidemos todo lo dicho.  De ahí que olvidar  es la acción de  retener lo que se borra antes de la huella. En la huella es donde se inicia la relación con lo otro, según Jacques Derrida.  Es necesario pensar las huellas antes que el ente, aunque sepamos que el olvido no se encuentra buscándolo, al activar la voluntad de recordar. No podemos desembocar sino en un "olvido negativo", olvido como falta, al servicio de la memoria, detrás de la cual el pasado se repite. El acto de olvidar supone, pues, un ser que recuerda y mantiene ese ser.

La memoria  no profundiza porque evita preguntarse si el olvido que percibe  como el principal obstáculo, procura acabar con el acto de recordar, o sabe que no sólo se encuentra al término de su vida, sino en las intermitencias de  sus huellas, que es el centro del olvido. Mientras al sujeto olvidadizo les asaltan otras dudas, otras preguntas que atañen a las condiciones en las cuales acaba de realizarse esa experiencia  tan importante, vinculada al acto de olvidar: ¿dónde se ha producido dicha experiencia?, ¿en qué “tiempo”?, ¿y quién es el que la ha experimentado?

Las fechas, si fuesen necesarias, lo probarían, puesto que el mecanismo freudiano de defensa de lo inconsciente, (¿recordar u olvidar?), a la que se añade “el tiempo recobrado”, según Proust, alude al acontecimiento decisivo que va a poner en  marcha el acto de recordar que aún no se ha producido, el cual desemboca en las huellas del “olvido involuntario”.

Mientras El Otro es lo lejano, (el rostro que viene de lo absolutamente lejano del que lleva la huella, huella de eternidad, de pasado inmemorial),  la relación que él mismo transfigura, en la huella del ausente, “es más allá del ser”, del otro que recuerda u olvida la historia de su ser.

He aquí tal vez una respuesta del que, involuntariamente, “olvida inconscientemente de memoria”. Si El Otro me pone en tela de juicio hasta despojarme de mí, (acto involuntario de olvidar), es porque él mismo, (el memorioso), es el despojamiento absoluto, la suplicación que repudia el yo en mí hasta el suplicio.

La experiencia del tiempo imaginario que hizo Proust no puede tener lugar sino en un tiempo imaginario, una imagen errante, siempre ahí, siempre ausente, fija y convulsa, como la belleza de la que habló André Breton.

Como metamorfosis del tiempo, el olvido metamorfosea primero el presente en el que parece producirse, atrayéndolo hacia la profundidad indefinida donde el “presente” da inicio de nuevo al “pasado”, pero donde el pasado se abre al porvenir que repite, para lo que viene siempre retorne, y así de nuevo. Ciertamente, el acto de recordar tiene lugar ahora, aquí, por primera vez, pero la imagen que, para nosotros, está aquí presente y por vez primera, es presencia de un “ya otra vez” y de lo que nos revela es que “ahora” es “antaño”, y aquí de nuevo otro lugar, un lugar siempre  distinto donde el que cree que puede asistir tranquilamente desde fuera a esa transformación no puede transformar la memoria en poder más que si deja que ésta lo saque fuera de sí y lo arrastre en ese movimiento donde una parte de sí mismo, y ante todo esa idea evocada o recordada, se torna como imaginaria.

Ahora bien, lejos de que este (el olvido) sea vacío, ineficiente, negativo, es todo lo viejo o pasado que, gracias a la memoria no existe más. De ahí que la realidad "positiva del olvido", no es lo olvidado que él ocultaría (y que no oculta más que desde el punto de vista de la memoria y de la historia… porque lo olvidado les pertenece, ¡ya es de ahora en adelante pasado eternizado!), no es la memoria o la historia con relación a las cuales se definiría como falta o ausencia; la realidad del olvido es el olvido, pero también nada, una nada singularmente activa y positiva. Esa nada que Nietzsche refiere, y que la filosofía trató como simple determinación negativa, sin ver la fuerza plástica curativa que la misma encierra. Sin olvido no hay felicidad ni esperanza, tampoco el goce del presente, apunta Nietzsche.

Creo que si hay felicidad al olvidar, esta no está jamás situada en el instante presente, como afirma el filósofo alemán, sino que, por el contrario, hace salir al instante de los goznes del presente. El instante presente desempeña respecto del instante como multiplicidad un papel análogo, al que desempeña el olvido como falta respecto del olvido como excedente de realidad: un papel de representación y desfiguración.

Memoria e historia desfiguran esa nada en vacío, en olvido que se borra frente a lo olvidado recordado o histórico. Pero lejos de ser vacío, esa nada anula "todo lo viejo", disuelve las dificultades insolubles hace un momento.

No hubo nada. Y todo es diferente. Y todo es nuevo. No hubo nada. Y todo lo viejo no existe más y todo lo viejo se ha vuelto extraño. Sin que yo hubiera hecho ningún razonamiento decisivo, las dificultades, insolubles, hace un momento, habían perdido toda importancia.

El instante y el acontecimiento llegan de fuera, sin causa ni razón, las causas y las razones (los razonamientos, los argumentos) impiden por el contrario la aparición del instante o del acontecimiento. Esa aparición sólo se explica por la fuerza del olvido sin causa ni razón, olvido autónomo o autojustificado. Así, el olvido en el corazón vivo del instante o del acontecimiento no viene de la memoria o de la historia, o mejor dicho, no hay motivos para olvidar, sino el motivo de la fuerza de vida que forma un todo con la fuerza del olvido.

A los ojos de este, del olvido hecho memoria, el éxtasis, conducido por el instante presente, es rarísimo. Es el "instante vertical", ciego y poético del que habla Bachelard. A partir de él podemos inventar la pasión o mirar las horas en los ojos de los gatos, como hizo Baudelaire. Y es que este instante conmueve dolorosamente, consuela o sorprende en los momentos más cotidianos. Y esto se comprende porque es este instante, el que enrarece al otro instante extático, del olvido hecho memoria, que no es, sin embargo, uno (como el presente), sino múltiple, como la contemporaneidad del pasado y del futuro.