La gobernanza de la seguridad social constituye un buen ejemplo de las limitaciones de la democracia cuando se procura que las decisiones del Estado sean el fruto del consenso público, entendido aquí como unanimidad. De alguna manera tendremos que entender que en un sistema capitalista los empresarios juegan un papel fundamental y los trabajadores otro en el sistema económico. La sociedad civil y la prensa también tienen su rol en velar por el buen funcionamiento de las instituciones, la justicia social y la transparencia.

Y también tenemos que entender que el Estado tiene un rol indelegable. Es positivo que los problemas nacionales y sus posibles soluciones se discutan; que el Estado escuche a los demás sectores. Pero al final, que los capitalistas y los trabajadores ejerzan su papel y el Estado el suyo. La decisión sobre la conducción del país corresponde al Estado. Para eso están sus órganos técnicos y decisorios. Para eso están sus poderes.

Un largo período de pretender que todo sea resuelto por vía del consenso ha dado pie a diversos medios de captura de las instituciones del Estado por grupos de interés y, lo que puede ser peor, a una parálisis en las reformas básicas por una mayor justicia social y modernización institucional. En la República Dominicana hay reformas imprescindibles, que no avanzan por imposibilidad de complacer a todo el mundo.

Ciertamente, en el caso de la seguridad social, acuerdos al interior de la Organización Internacional del Trabajo plantean que la gobernanza sea tripartita. Pero eso se resolvía creando un Consejo Directivo de tres personas, uno por el Estado, uno por la clase capitalista y otro por la trabajadora.

Esa pretensión de complacer a todo el mundo condujo a la creación de un Consejo Nacional de la Seguridad Social multitudinario, paralizante. Por más vueltas que le doy al tema, no entiendo qué hace la Asociación Médica en el CNSS; o qué hace la Asociación Farmacéutica o los gremios de enfermería o de “profesionales y técnicos”,  o qué hacen ahí personas que representan intereses de las AFP o las ARS, o compañías de seguros o instituciones financieras. Y como para las decisiones cada sector tiene poder de veto, con 17 miembros titulares y otros 17 suplentes, me imagino que en la práctica es lo más parecido a una gallera. Las mejoras prácticas, que indefectiblemente afectan intereses, se postergan por años y hasta décadas, como se está evidenciando ahora con lo de los centros de atención primaria para la salud.

Así, cuando ya deberíamos tener un sistema de seguridad social maduro, que garantizara un retiro digno, nos encontramos con que todavía solo 42% de la población ocupada cotiza al régimen de pensiones  y apenas un 15 por ciento de la población mayor de 60 años percibe una pensión. Y esto con el agravante de que el sistema fue concebido para que se otorgaran pensiones razonables y, como han venido evolucionando las cosas, los que alcancen a recibirlas va a ser en condiciones muy precarias.

La ley aprobada en 2001 también preveía que el Estado se encargaría de subsidiar a aquellos jubilados cuyos fondos no alcanzaran para una pensión adecuada, o aquellos que no tuvieran la oportunidad de la pensión. Pero se ignoró que contamos con un Estado que funciona con una carga tributaria extremadamente baja, y la sociedad dominicana no ha logrado reunir algunos consensos para discutir un Pacto Fiscal, que estaría llamado a resolver ese tipo de problemas. A pesar de que el Gobierno ha desarrollado grandes esfuerzos en el combate a la pobreza, los limitados recursos con que se maneja el fisco dominicano operan como un poderoso freno.

Estamos a tiempo de enderezar el rumbo. El país disfruta de admirables indicadores de crecimiento con estabilidad por largo tiempo; todavía la población no ha envejecido y desde hace algunos años se aprecian progresos en términos de generación de empleo formal, mejora de los salarios reales y reducción de la pobreza, así como de mejoría en la calidad y cobertura de los servicios públicos básicos a los ciudadanos. Pero tales progresos no han sido suficientes para superar el rezago histórico.

Y en la búsqueda de soluciones debemos evitar las simplificaciones caricaturescas. Las deficiencias no se resuelven eliminando las ARS o las AFP o pretendiendo volver al antiguo sistema de reparto. Si el problema fuera de AFP, entonces países como Uruguay o la mayoría de los europeos tendrían cotizaciones bajísimas y jubilación temprana. Lo que se requiere es fortalecer el poder de imperio del Estado para evitar ser sometido por los intereses particulares.

El problema de nuestro sistema de pensiones es macroeconómico: sea de reparto o capitalización, alguien tiene que pagar por las pensiones. Y cuando no es por vía de contribuciones obligatorias, es por impuestos.