El liderazgo de Estado ha tenido una tarda evolución en la historia dominicana. Desde Trujillo hasta Danilo Medina, ha dominado el político. Es decir, aquel ejercitado en el activismo como actividad si no exclusiva al menos preeminente. Cada uno ha tenido sus acentos de personalidad, pero sujetos a los convencionalismos sacralizados por el sistema.
Las nuevas generaciones, que constituyen el segmento dominante del mercado electoral, demandan otros modelos y conectarán con liderazgos que se parezcan a ellas o que al menos puedan interpretarlas adecuadamente. Ese será un hándicap para los ya probados y una oportunidad para los emergentes. Lo penoso es que una de las debilidades de ese voto joven es que, aparte de su inconsistencia, se dispersa entre un voto reflexivo y otro maleable de fácil provocación por los códigos de comunicación política. En ese caso no necesariamente da igual el primer voto dado en Gualey que en Piantini. Son exégesis distintas del mismo relato.
Lo que sí luce claro es que la juventud se identificará con el perfil que más se aleje de los viejos patrones del presidencialismo a los que considera en parte responsables de los fracasos sociales en los cuales ellos aparecen como sus primeras víctimas. Desde esa perspectiva, a los que gobernaron les costará reinventarse y a los que no demostrar que son alternativas realmente nuevas. El tema no es biológico, es conceptual. Es de visión, no de edad.
He interactuado cercanamente con jóvenes de distintos estratos. Los he abordado sobre la política, los procesos recientes y su participación. La opinión mayoritaria es que ni les va ni les viene. Cuando no hay una respuesta de desgano, la hay de rechazo; pero sí coinciden en que el político tradicional debe ceder a otro liderazgo inspirado en concepciones más gerenciales que políticas, más ciudadanas que partidarias, más éticas que pragmáticas, más inéditas que referenciadas. Lo penoso es que en ausencia de un perfil claro sobre lo que realmente buscan, y de propuestas que descifren enteramente esa aspiración, estos votos puedan optar por la abstención o por aquellas ofertas que aparentan encarnar tales expectativas.
Increíblemente el discursillo de “sangre nueva” usado como candado de cierre a las renovadas aspiraciones de Leonel Fernández en el PLD tiene en la realidad electoral nacional un espacio de fuerte penetración y gran calado. Realmente las generaciones emergentes demandan una conducción nueva del destino nacional. Lo paradójico es que el precandidato de la corriente que impuso el pretexto (sangre nueva) deslegitima su razón renovadora por no tener valor propio. Su mejor propuesta es el aval de Danilo Medina como si las condiciones inherentes a la persona fueran materialmente transferibles. Lo único que Gonzalo vende (hasta la repulsión) es su cara. Nadie conoce ni un bosquejo de su ideario troncal, ni sus visiones ni sus capacidades. En lo poco que ha hablado ha revelado carencias hondas de formación e información.
Consciente del agotamiento del político, Gonzalo ha retozado ilusamente con la idea de que más que político él es un gerente empresarial (para apoyar en parte la idea cada vez más robusta entre los jóvenes de contar con un líder ciudadano). Pero queda corto: es un político clásico, y peor, con una carrera empresarial hecha de la política (a lo Miguel Vargas) en condiciones éticas pendientes de cuentas; pero tampoco es el mejor arquetipo de hombre independiente por dos razones: no sabemos si tiene ideas (propias o ajenas), ya que no ha hablado sustantivamente; y, en segundo lugar, por ser una hechura de prisa con un “prestigio” ajeno (el de Danilo Medina) y recursos del Estado. La pregunta es: fuera de esas dos condiciones: ¿Quién diablos es Gonzalo?
Gonzalo es una imagen abstracta de marca cuyo único mensaje es que ¡va a ganar! Si lo consiguiera, sería primera vez que alguien ganara una candidatura sin importar por qué ni para qué. Hacer una campaña solo con formatos atractivos para las nuevas generaciones no es suficiente y parte de una desconsideración a ese voto. Presume que al joven votante no le importa el contenido sino las formas; que le basta con que un candidato asegure que va a ganar para votarle; que no tiene discernimiento ni capacidad para justipreciar las ofertas sin más criterios que las construcciones mercadológicas; que le basta una imagen para sustanciar su conciencia electiva.
Pensar de esa manera es estratégicamente contraproducente. Supone que el joven no tiene valoración crítica y que vota pasivamente por las corrientes de la opinión o de la moda. Un segmento de esa juventud condena la infravaloración que las generaciones rectoras tienen de ella. Y en ese caso jugar con su estima es pernicioso, de manera que creyéndole agradar con la forma la estén perdiendo con el fondo. Y no hay duda de que, contrario a lo que muchos piensan, la juventud ¡también piensa! Lo más importante es su poder decisorio: ella quita y pone presidentes. De manera que no seamos creídos, creyendo que los jóvenes no se han creído la urgencia de la sangre verdaderamente “nueva”. La han creído tanto que han sabido distinguir el argumento del cuento; la razón política del pretexto estratégico. No subestimemos a los muchachos, ellos saben de sorpresas.