En el gobierno sobran los empleos, los gastos y las deudas, pero escasean las palabras. Después de un ruido electoral estentóreo, en la segunda gestión del presidente “de lo nunca hecho” falta mucho por decir. Prevalece un silencio sudoroso de espera.

Las razones también son mudas pero aparecen insinuadas en la ausencia esquiva del presidente; quizás asomen en el sonrojo de una nueva erupción cutánea como aquella dermatitis que le robó vergüenza para someter al león y acallar con lodazos el rugido de sus vientos. 

No hay dinero para hacer bulla. La hacienda pública, quebrada por los apetitos burocráticos, está desfondada. Los empréstitos externos (o eternos), como espesas tetas financieras, seguirán amamantando los antojos del gasto público, mientras pende de la nada una reforma fiscal aplazada varias veces para no causar ronchas políticas. Ahora se aleja aún más de la agenda porque será blandida como espada para disuadir los reclamos del empresariado en contra de la impunidad.

El gobierno está postrado en silicio ante Odebrecht. No hay paz ni sueño en sus alcobas. Esta maldita pesadilla apareció de la nada y como las ondas de un tsunami amenaza con arrollar viejos altares en todo el continente. Y eso es precisamente lo que mantiene en neurastenia al gobierno: no hallar la forma de prever ni de controlar sus efectos, sobre todo para un partido que, además de dominar y comprar todo, nunca ha sufrido reveses que pongan a prueba su férrea fortaleza.

Odebrecht ha sido un infierno bajado del cielo. Por primera vez pone al poder en aprietos y deja al presidente sin palabras. En Perú y en Panamá las cosas prometen ser más llevaderas porque allí hay gobiernos nuevos que no necesitan malabares ni sortilegios para tomar decisiones políticas audaces. Por eso ya en Perú pesa una orden de captura internacional en contra de un expresidente y entran en investigación otros dos. El gran fardo para Danilo Medina es que, contrario a otros casos, ha estado muy cerca de gente hondamente comprometida. Así, su asesor Joao Santana, pieza nuclear del entramado mafioso, tuvo que abandonar en pleno desarrollo la dirección de su campaña electoral para guardar prisión en Brasil, pero además Danilo tiene “más allá del moño” una de las obras más costosas ejecutadas por Odebrecht en su cartera de negocios internacionales: Punta Catalina, cuestionada de piso a techo.  El presidente está al filo de su prueba más dura. Comprendo su silencio; aún más sus sudores.

Pero silencio no significa ociosidad para un gobierno en apuro. El presidente y su partido están ocupados amarrando los cabos antes de que se agote el silencio negociado en Brasil con los procesados según los acuerdos de lenidad y colaboración premiada. La idea es cerrar la mayor cantidad de puertas antes de que se abra el sumidero de los sobornados. Por eso la comisión de Agripino rendirá su informe en un tiempo obsceno para una delegación tan seria y compleja. El presidente pretende con este informe estampar un sello pontificio al caso Punta Catalina, como si viviéramos en los años setenta cuando una élite rancia imponía como dogma sus verdades a una aldea de domesticados. Es conforme a esa lógica que se cierra un acuerdo con Odebrecht sin reparar en su forma, consecuencias ni agravios. Se firma aun antes de someter la solicitud de declaratoria de complejidad del caso; ahora el juez lo validará de forma expresa, como quien certifica un trámite de rutina.

Lo que sigue es declarar complejo el caso, lo que le dará un desahogo bastante dilatado a su gestión judicial hasta cansar en el camino el reclamo social por la impunidad, liberar de tensión al proceso y armar, sin los constreñimientos del momentum, los arreglos necesarios para que sus tentáculos, ya mutilados, no alcancen a los venerables intereses comprometidos. Claro, toda esta urdimbre se tejerá sin contratiempos solo en caso de que la famosa “lista” de sobornados que esconde la confidencialidad negociada en Brasil resulte un fiasco. Despejado el misterio, se recuperará el aliento y con él la vida, que seguirá sin mayores aprensiones su imperturbable curso.

El 27 de febrero el presidente quebrará su silencio: reiterará su solemne compromiso con la Justicia al compás del estribillo del momento: “caiga quien caiga”; dirá que no le temblará el pulso para actuar sin ataduras, y como muestra de su soberana determinación sacará la lista de sus más meritorios y recientes empeños, como la disolución de las dos entelequias fósiles: la Corporación de Empresas Estatales (CORDE) y la Comisión de la Reforma de la Empresa Pública (CREP), así como el apoderamiento de abogados para demandar la nulidad del inconfeso reparto de Los Tres Brazos. Obvio, no dirá que aún no se ha abierto una investigación penal meritoria en contra de los ejecutores de este fraude, porque en la cultura ética peledeísta la mayor sanción es la separación del cargo.

En sus memorias, el presidente será frontal y provocador, mostrará una pujante fuerza inspiradora para demostrar que no tiene miedo porque ha actuado con transparencia y sin culpas. Rescatará del suelo la moral del gobierno; arrancará ovaciones delirantes de los congresistas, quienes, infundidos, saldrán a cazar cámaras para desafiar con denuedo al severo juicio moral de la sociedad. A partir de ese discurso se desatará una rabiosa defensa del gobierno a través de su maquinaria de medios que solo espera la orden y un acoso bestial en contra de “sus detractores”. El presidente saldrá del silencio a demostrar que no tiene miedo. Lo tendrá que hacer para convencer a su propio miedo; quizás se lo crea.