En días pasados el presidente de una cadena multinacional, al inaugurar un nuevo  establecimiento en la capital, declaraba que Santo Domingo era  una ciudad limpia, moderna, pujante, con edificios y centros comerciales regios. Agregaba, a seguidas, que la República Dominicana era un país con una economía que merecía la confianza de la inversión extranjera.

Sin embargo, llama la atención que el mismo mes el ministro de Economía dijera que los salarios del gobierno son tan bajos y son tantos los que ganan estos bajos salarios, que no hay fondos públicos suficientes para subirlos. Casi al mismo tiempo Rosa Elcarte, representante de UNICEF, difundió un estudio que arroja luz, una vez más,  sobre la situación dramática de las adolescentes en la República Dominicana. Según los datos que ella dio a conocer tenemos el triste privilegio de encabezar la lista de los países de América Latina con mayor tasa de embarazo infantil.

Algo, entonces, anda mal y revela disfuncionalidad entre un PIB en alza que se plasma en torres, malls, vida nocturna estrepitosa y la realidad que vive la mayoría de las personas, denunciada hasta la saciedad por ONG y organismos internacionales. Estos fenómenos son propios de la mayor parte de los países en vía de desarrollo, pero en nuestro caso tienen la agravante de coexistir en una pequeña isla donde no podemos alegar ignorancia ya que estamos de cierta manera todos emburujados. Razones hay de sobra y tienen en parte sus orígenes en la orfandad educativa en la cual ha sido sumergido nuestro pueblo de manera consciente y en los bajos salarios que obligan a las grandes masas a vivir en situaciones de sobrevivencia.

Una parte de nuestra gente vive a veces a solo diez minutos del centro de Santo Domingo, en un ordenamiento social provocado por la emigración del campesinado a las ciudades y la llegada de inmigrantes haitianos en pos de trabajo y de una ilusoria mejoría de vida. Pobreza extrema, falta de educación, pérdida de valores, corrupción y asistencialismo son elementos explosivos a los cuales se agregan aspectos culturales que entran en juego en cuanto a temas de violencia y de sexualidad. 

Disiento de nuestro joven y flamante procurador cuando dice que el machismo es una cosa del pasado. No lo es en nuestro país y está presente en todos los estratos de la sociedad; va de la mano con la doble moral  que impera en materia de sexualidad. Vivimos en un país  machista donde el hombre asienta su poder económico, sexual y sentimental  sobre la mujer (en todas las clases y sectores sociales) y en una sociedad muy erotizada pero a la vez llena de tabúes donde los mensajes nunca son claros.

Los niños y adolescentes de sexo masculino ejercen una sexualidad temprana con el ojo benevolente de las familias, sin embargo esta sexualidad temprana no está exenta de violencias y violaciones, lo que perpetúa el ciclo de la violencia sexual  aunque esto generalmente no sale a la luz.

A las niñas les dicen desde que caminan que “no se enseñan los panties”; sin embargo, desde que las chiquitas se menean como chapeadoras las mismas madres las promueven, las aplauden y se mueren de la risa. Feminizan las niñas a ultranza: taquitos y maquillaje se combinan en una mezcla que parece a veces  exhibición de mercancías. 

La no comunicación padres/hijos sobre los temas de sexualidad, o el silencio en  las escuelas, o de las iglesias, es un contrasentido cultural tomando en cuenta que nada de la sexualidad más cruda  es ajena a nuestros niños y niñas.

Dentro de este contexto, la violencia y la erotización están presentes en la música, en los bailes, en la televisión, en la calle, en la forma sensual de vestirse de las mujeres y de los varones, en los piropos, en el vocabulario.  La sensualidad es parte de nuestra cultura, es cierto, pero se la debe acompañar de una educación de primera, de educación en valores, de educación sexual integral, de educación musical y artística de calidad, de opciones de sano esparcimiento y  del fomento de una cultura de paz.

Necesitamos formar con urgencia personas calificadas, con habilidades sociales y sin prejuicio, para acompañar nuestros niños, niñas, adolescentes y sus familias en un camino que rompa las cadenas de la violencia, de la violencia intrafamiliar y del machismo. Como lo decía el Mahatma Gandhi, “a los niños antes de enseñarles a leer hay que ayudarles a aprender lo que es el amor y la verdad”.